Nació en un pequeño pueblo de Málaga en 1936 y ya con seis meses de edad comenzaron los cambios: la Guerra Civil asoló España.
El padre, el boticario del pueblo, aún estando «en la lista” sobrevivió a pesar de todos los problemas quizá porque el alcalde del pueblo no era tan radical como otros de la zona y no tenía ganas de matar a sus vecinos, pero tras la guerra no tenía clientela suficiente para sacar adelante a sus hijos y decidió trasladarse a vivir a la capital y con tres años, como muchos otros, Salvador cambió los campos de olivos por el asfalto de Madrid y el aula de la escuela del pueblo por un inmenso colegio.
Los años pasaron tranquilos, o todo lo tranquilos que la época permitió. Varios hermanos llegaron y murieron por las difíciles condiciones de la posguerra y entre colegios, monjas, curas, visitas de vecinos y conocidos el tiempo fue pasando y entre fórmulas magistrales, medicamentos, radios y televisiones Salvador fue creciendo. Primero el colegio y más tarde la universidad, hasta acabar Ingeniería de Telecomunicaciones.
Entre tanto conoció y cortejó a la que sería su mujer y con la que se casaría al acabar la carrera y empezar a trabajar en una empresa.
En aquella época una empresa era para siempre. Uno entraba y esperaba acabar de trabajar allí mismo, desde luego las cosas eran muy distintas, y durante unos años fue así.
La democracia llegó a España y cuatro hijos a su vida y las cosas fueron mejorando, se compraron un pisito y luego lo vendieron para construir un chalet, aunque el constructor se marchó con el dinero y tuvieron que volver al alquiler.
Y cuando todo parecía ya establecido le ofrecieron marcharse a Chile de director de la empresa en la zona.
La decisión fue complicada: en aquella época en Chile había una dictadura, los niños eran pequeños (el mayor tenía doce años y el pequeño seis) y había que dejar todo: familia, casa, amigos,…, para irse a otro lugar sin conocer a nadie ni nada del país. Además en aquella época no había internet, mapas interactivos, correo electrónico, whatsapp ni videollamadas y las cartas iban por barco (en avión eran muy caras) por lo que tardaban cerca de un mes en llegar.
Pero al final se decidieron y se marcharon todos allí.
El comienzo fue duro: en todos los sitios se mira al extraño con desconfianza. En el trabajo no se fían del nuevo jefe que viene de fuera, en el colegio los niños de otro país son extraños en los que no confiar, hay nuevas costumbres que aprender, una nueva forma de hablar (aunque el idioma sea el mismo en cada país se habla distinto y una palabra puede tener un sentido totalmente distinto), crear relaciones sociales, pero hay una canción que dice: “Y verás cómo quieren en Chile al amigo cuando es forastero” y es cierta.
Después de todas las dificultades al final cuando uno logra hacerse un hueco y nuevos amigos no importa que esas personas vengan de fuera y quizá en ocasiones los habitantes del lugar se vuelcan más con los amigos de fuera por haber perdido sus raíces.
Fueron buenos años después de todo. Hicieron amigos, vivieron una buena vida y aunque tuvieron que mudarse de casa porque la ciudad empezó a crecer y en el barrio en el que vivían hicieron edificios de oficinas, ya tenían amigos y no supuso ningún problema.
Estando en un país nuevo lo recorrieron de arriba abajo, pasaron por desiertos llenos de flores en los que no se veía un grano de arena, se bañaron en lagos formados en los cráteres de volcanes apagados… o no tan apagados y en piscinas termales excavadas junto a los lagos, escalaron montañas y subieron a los picos en sillas de metal colgadas de cables, con una cadenita de metal enganchada delante para no caerse a los precipicios que se cruzaban, nadaron en las playas de islas privadas, conocieron más gente e hicieron nuevos amigos que ya no olvidarían nunca.
Y llegó la hora de volver a casa.
Tras tres años fuera de España Salvador y su familia volvieron de nuevo dejando a los nuevos amigos y la nueva vida en Chile, desarraigándose de nuevo y regresando a una vida que ya se quedaba pequeña.
En España había pasado un intento de golpe de estado y tres años y las cosas habían cambiado mucho. La empresa había sido comprada por otra empresa extranjera y ya no se pensaba que uno trabajaría toda la vida en la misma empresa y buscó una nueva empresa en la que sentirse a gusto.
Después de vivir unos años nuevamente de alquiler se mudaron a una nueva casa. Los niños, que habían dejado a sus amigos en Chile, llegaron a un nuevo colegio, hicieron amigos y al cambiarse de casa volvieron a cambiar de colegio (menos el mayor que empezó en aquel entonces la universidad).
Tras unos pocos años de luchar, aclimatarse y volver a encontrar su lugar, cuando todo parecía en calma llegó el que sería el penúltimo viaje, ese que no se puede elegir ni evitar.
Llegó en forma de cáncer y en tres meses se lo llevó, después de tanto viaje, tanta lucha y tanto cambio.
Sin embargo precisamente con tanto viaje, tanta lucha y tanto cambio había vivido, había aprendido, conocido gente y lugares distintos, tenía amigos y sobre todo había amado y dejado a su mujer e hijos ese amor y muchas vivencias y recuerdos.
El último viaje llegó diez años después: la tumba era temporal para diez años y tuvo que trasladarse por última vez a una nueva, esta mejor en un jardín en la que por fin podría descansar su cuerpo mientras su alma vigila a los suyos en su viaje por este mundo mientras espera que se reencuentren con él.
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