NO fue difícil meter mi vida en cajas.
Siempre me he considerado bastante nómada, aun antes de plantearme este cambio, y, aunque durante el último año y medio he residido en el mismo apartamento, toda excusa ha sido siempre buena, incluso durante este tiempo, para pasar unos días o semanas en cualquier otro lugar, ya fuera por trabajo o por el simple placer de descubrir, cambiar de aires o vivir una aventura.
Sin complicación la parte física de la mudanza, aunque sí tediosa.
Los que han sufrido en sus carnes sucesivas mudanzas saben a lo que me refiero… de nuevo todos los libros a cajas. Y lo mismo con el menaje de cocina -la mayoría envuelto en hojas de periódico-, pero estos paquetes marcados a rotulador en el exterior con un letrero de “frágil”. Puesta en valijas la ropa de cama y de baño, la poca que poseo, la justa y necesaria, y también mis prendas de vestir –las que no tengo pensado utilizar en los próximos meses-. Los cuadros y láminas apilados unos junto a otros, como si de un muestrario de recuerdos se tratase –que, al fin y al cabo, eso es lo que son- y algún mueble embalado al que le tengo cariño y que suele acompañarme de un lugar a otro porque no quiero desprenderme de él.
Yo con cada cambio de piso aún minimizo más mis pertenencias, y en cierto modo ello me hace sentir más libre. Otras me acompañan y se convierten en una constante en mis traslados, transformándose en rasgos de identidad que llevo conmigo allá donde habito, para sentir que, en ese ahora, pertenezco a tal lugar, y así hacerlo más acogedor, más apacible y más íntimo.
Esta vez, que me voy de forma indefinida a otro país, me llevo sólo conmigo una maleta muy grande y una mochila aparte, que, acostumbrada a viajar con lo justo, para mí ya es demasiado.
Y creo que tampoco será ardua la parte psicológica.
Tengo la sensación de que se me da bastante bien poner en práctica el desapego… ¡Ojo, que ello no me reduce a ser una persona insensible, ni muchísimo menos!
Sencillamente, no me da pena marcharme. Mil trescientos kilómetros no son demasiados, y las comunicaciones entre Bélgica y Barcelona son muy buenas. A veces cuesta casi más barato un billete de avión para recorrer esa distancia que ir al cine, ¿no es paradójico?
Y no es que no me entristezca marcharme porque aquí esté mal o piense que allí estaré mucho mejor. Es, simplemente, que no padezco esa añoranza o arraigo por los lugares que otras personas experimentan. Precisamente esta idea, me ha hecho afligirme en algunas etapas, como si la desnaturalizada fuera yo por sentir o pensar diferente, por no conmoverme por los colores de mis banderas, ni estar interesada en hipotecar mi vida para comprarme un piso como meta, ni a atarme a un determinado lugar con pensamientos de a muy largo plazo. Suerte que crecí con criterio suficiente para seguir mis instintos, desarrollar creencias propias y liberarme de culpas por elegir vivir a mi manera. Yo lo llamo independencia.
Tal vez en algunos momentos eche de menos las noches improvisadas con mis amigos, y cuando vuelva de visita y quedemos, las veladas ya no tendrán el sabor de la espontaneidad en respuesta a un mal día en el trabajo, o a un imperativo “nos vemos hoy que tengo que contaos lo que me ha pasado esta mañana”, o a un simple “¿quedamos en la vinoteca cuando salgas del trabajo?”. Pero habrá más vigilias de “Montsant”, “Priorat” y “Riberas del Duero” cada vez que vaya, aunque haya que pedir día y hora con tal de que ninguno falte a la cita y podamos aprovechar para reunirnos todos.
¡También pueden venir ellos cuando quieran! Eso sí, que facturen y traigan alguna botella de vino y unos buenos embutidos y quesos, que aquí todo es mucho más caro y ni punto de comparación…
Algo que sí voy a echar en falta, mira tú por dónde: el buen comer. Y es que, por mucho que peque de gula mi pensamiento, como en España no se come en ningún sitio. Lo cual sí que es motivo de morriña. He viajado a numerosos lugares, por casi toda Europa, norte de África, Latinoamérica y Centroamérica y, aunque haya probado cosas deliciosas, la nómada se esfuma y la glotona se personifica deseando volver para saborear nuestra gastronomía. Aunque nadie lo diría con mis cincuenta quilos escasos de peso.
Esa es la única pega que le encuentro ahora mismo a mi plan: el no poder comer siempre lo que me apetezca, ni encontrar la misma oferta de productos en los supermercados o en la carta de los restaurantes de acá.
Supongo que resulta algo frívolo decir que no voy a extrañar demasiado a mi familia o a mis colegas pero sí el buen jamón, las tapas, o la zarzuela de rape y marisco de mi madre. Será porque en mi forma de razonar no concibo el arraigo a la tierra, pero sí me pesa el lastre de las buenas costumbres y de los bellos recuerdos.
Quizá, si existiera una nación cuyo himno fueran las risas a carcajadas descontroladas de mis allegados desternillándose, acabaría echando raíces. Quién sabe. Pero tengo claro que, en mi mundo de las ideas perfectas, de existir ese lugar, el emblema del escudo que ensalzaría su estandarte sería una botella de tinto con una pata de jamón del bueno.
Ese lugar platónico, de forma inmaterial, sin coordenadas geográficas, y condensado en momentos de mi memoria -con libertad para atropellar mis pensamientos cuando se les antoje-, de momento, ha emigrado conmigo, sin fecha de retorno, pero también SIN pena.
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