LA TIERRA PROMETIDA

LA TIERRA PROMETIDA

Agazapado entre las dunas de Tarouma, Brahim espera la noche. Soplan vientos alisios, buen augurio para la travesía. Las matas le acarician suavemente. Recuerda el pelo de su madre rozándole la cara, en su cabaña, allá en Nouadhibou.

Escucha deslizarse otras pisadas, casi puede percibir su respiración. Ya no se siente tan solo.

La noche va cayendo, hace frío,… si al menos pudiera moverse. Ve una luz tenue que se acerca a la playa y escucha batir suavemente unos remos. Tres silbidos espaciados… es la señal. Van surgiendo sombras entre las dunas. Se abrocha el chubasquero y comprueba que su móvil, sus papeles y los pocos euros que le quedan están bien resguardados. Coge el hatillo con su manta y la botella de agua. Escaso equipaje, nada tiene.

—Vamos, vamos, deprisa,… salimos…ya.

Alcanza la patera, no hay suficiente espacio, siente un escalofrío al ver el agua como a un palmo de la borda. Llevan dos motores, parecen potentes, y ojalá que el viento les ayude. El mar es como un vacío, oscuro e inmenso. Se acurrucan unos contra otros para darse calor y sentir menos el miedo. Trata de imaginarse en la seguridad de la barca de su abuelo y ve sus ojos siempre fijos en el horizonte hablándole de aquella tierra feliz que estaba más allá, hacia el noroeste.

Han tenido suerte, el mar está en calma, ondeando con el viento suave que los arrastra. La noche trascurre en el delirio de un duermevela. El día les cae encima abrasador. El agua se ha de dosificar, es imposible saber cuánto tardarán en ver aquella tierra prometida.

Le cuesta mantener su mente clara, ya no sabe si son dos o tres los días y las noches. Algunos están enfermos, tiemblan de fiebre. Trata de ayudarles haciendo sombra con la manta y compartiendo su agua

Durante el día mantiene su mirada clavada allá hacia el noroeste. De pronto le parece ver una sombra a lo lejos, se frota los ojos, trata de asegurarse, señala, todo el grupo se inquieta.

—¡Llegamos!¡Lo hemos conseguido!

La alegría pone a todo el mundo en pie, la barca está a punto de zozobrar. Hay que esperar a la noche para acercarse. Las horas se hacen infinitas.

Con la oscuridad tocan tierra. Es una playa pequeña, entre rocas. Tratan de llegar sigilosamente. Una vez allí las sombras se dispersan rápidamente. Brahim y dos compañeros más arrastran a los enfermos hasta la arena, buscan un hueco entre las rocas donde dejarlos al abrigo del viento.

—Volveré con ayuda, hermanos.

Se encarama por las rocas, apenas hay que salvar unos 15 o 20 metros, después parece ya todo llano. Tiene que llegar a algún lugar habitado o a una arboleda antes del amanecer. Le parece vislumbrar luces y se encamina hacia ellas.

Cuando llega a las primeras casas, está amaneciendo: “Puerto del Rosario”, eso consigue leer en un cartel.

Se esconde, esperando que las calles se llenen de gente para pasar desapercibido.

Se acerca un extraño vehículo que va soltando una nube de vapor con un olor intenso que lo aturde. El conductor va cubierto por un traje enorme de plástico blanco. Lleva una máscara con una especie de trompa/chimenea que no deja ver su cara. Se aparta asustado.

Espera hasta que el sol se encuentra ya muy alto, pero la ciudad sigue en silencio. Parece desierta. Algunas ventanas están abiertas y se escuchan voces en su interior, música y risas de niños. Pero en la calle, nadie.

Al llegar a la plaza le parece ver un grupo de personas, en perfecta formación, con una distancia regular entre ellos, llevan una máscara que cubre su boca y esperan las instrucciones de otro hombre-elefante de plástico blanco que les rocía con aquel mismo vapor de olor espantoso antes de permitirles entrar en lo que parece un mercado. Recuerda la alegría de su plaza de Nouadhibou, cuando llegaban las barcas con el pescado.

Alguien le hace señas desde el otro lado de la plaza y parece indicarle que se cubra la cara.

Necesita beber y comer algo y tiene que volver a buscar a sus compañeros por la noche. Se cubre la boca con la camiseta y se sitúa en la cola. Todos se apartan a varios metros de él y gritan.

El hombre-elefante hace una llamada con su móvil e inmediatamente suena una sirena, y aparece en la plaza una furgona con muchas luces. Brahim empieza a correr, pero el coche luminoso le sigue hasta que cae extenuado. Cuatro hombres-elefante se le vienen encima, le esposan, le cubren con un plástico brillante y le rocían de vapor. Casi no puede respirar. Medio inconsciente siente cómo lo arrastran y lo empujan a la parte trasera de la furgona.

Cuando recobra el sentido, le ciega la luz que invade aquel lugar. Está en una sala grande llena de camas en el suelo, la rodean varios hombres-elefante, todo es blanco a su alrededor, reconoce a algunos de sus compañeros, pero no están los enfermos.

—¿Qué habrá sido de ellos? ¿Qué hora será? Necesito saber qué lugar es éste, por qué estamos aquí. Tengo que conseguir volver a la playa.

Brahim trata de levantarse, pero enseguida le obligan a tumbarse de nuevo.

—¡Malades! il y a des malades a la plage. ¡A la plage! -Grita una y otra vez-

Los hombres de blanco se inquietan, uno sale fuera, vuelve con otro.

Da una orden y se abalanzan sobre él. Le cubren de nuevo con el plástico brillante y le llevan hasta la furgona. Al cabo de un rato que le parece eterno, se detienen, abren las puertas y le hacen salir. ¡Está en la playa!

—¡La bas, la bas, ils sont la bas! -grita y señala las rocas-

Corre a encontrarlos, pero ya no están. Solo encuentra su vieja manta en el suelo.

De nuevo le llevan a aquel lugar absurdo e inexplicable para él. Pero ahora está tranquilo. Ha cumplido su palabra. Seguramente ellos estarán mejor que él.

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