QUERÍA SER GITANO O CARACOL, GAVIOTA O VELERO, AMBULANTE VENDEDOR, VAGABUNDO O MISIONERO… ( “Porque me duele si me quedo, pero me muero si me voy…” -M.E.Walsh- / “No nos iremos nunca. El cielo en todas partes no es igual…” -Eladia Blásquez- / “No soy de aquí, ni soy de allá…” -Facundo Cabral- / “Linyera soy… No tengo norte, no tengo guía…” -Antonio Tormo- 7 “Navegar é preciso, viver nao é preciso…” -Fernando Pessoa – Caetano Veloso- )

QUERÍA SER GITANO O CARACOL, GAVIOTA O VELERO, AMBULANTE VENDEDOR, VAGABUNDO O MISIONERO… ( “Porque me duele si me quedo, pero me muero si me voy…” -M.E.Walsh- / “No nos iremos nunca. El cielo en todas partes no es igual…” -Eladia Blásquez- / “No soy de aquí, ni soy de allá…” -Facundo Cabral- / “Linyera soy… No tengo norte, no tengo guía…” -Antonio Tormo- 7 “Navegar é preciso, viver nao é preciso…” -Fernando Pessoa – Caetano Veloso- )

edgardo kleiman

19/04/2020

Poder viajar, recorrer el mundo.
Vivir en una casa rodante o en un carromato.
Ser un eterno trashumante de los caminos.
A los quince, papá me consiguió un trabajo de cadete en la agencia de viajes de un amigo.
Circunstancialmente, favorecía la concreción de mis sueños.
Mi labor me convirtió en nómada a escala.
Debía andar por todas partes.
Compañías de aviación o navieras, para emitir pasajes.
Edificios de lujosas residencias, o de ajetreadas oficinas, para entregarlos.
Casas de cambio, consulados, representaciones internacionales de turismo.
La calle misma. Distintos barrios.
Cadetes de otras agencias eran mis compañeros de aventura, y asomados a la barandilla de la cubierta de un barco imaginario, partíamos cada día hacia diferentes destinos.
Cuando me tocó la colimba, me regalaron un boleto de ida y vuelta a Salta, y ese fue mi primer viaje auténtico a un lugar distante de mi casa.
Aprovechando la ocasión, crucé a Bolivia, y trepado en la caja de un camión –único medio de transporte público en esa zona- compartiéndolo con coyas, envoltorios, chanchos y ovejas, y por un peligroso camino de cornisa, transité durante más de diez horas interminables, lo que fueron apenas unos cincuenta kilómetros hasta el pueblo donde terminaba el recorrido.
Para pagar, una insignificancia, solo tenía un billete de moneda argentina de alta denominación. El conductor lo aceptó, y me indicó un lugar donde debía esperarlo para que me trajera el vuelto.
Al pasar un par de horas sin novedades, junto con la desesperación me invadió la certeza de que la inexperiencia me había jugado una mala pasada.
Y sobre todo el prejuicio. Porque, cuando estaba a punto de tirarme al piso y ponerme a llorar de impotencia, caminando lentamente como buen serrano para no apunarse, apareció el hombre con el dinero, la explicación de que no le había resultado fácil conseguir el cambio e, incluso, la consulta sobre si tenía dónde alojarme, porque me ofrecía su casa.
El servicio militar es una de las más duras experiencias por las que tiene que pasar un pibe de 20 años, sobre todo si se extiende por casi 16 meses y, como era mi caso, si sos un nene de mamá.
Ese angustiante momento que había vivido en mi primer periplo, se diluyó completa y rápidamente, subsumido en el conjunto de momentos de dolor, tristeza y soledad en los que te sumerge la conscripción.
Mis ansias de volar se adormecieron durante ese sometimiento.
Renacieron cuando, en marzo de 1969, renovando la fantasía de mis tiempos de cadete, el destino me puso en la cubierta de un transatlántico real, despidiéndome eufórico de mis viejos y de mi hermano.
Viví en Italia poco más de un año. Allí, falsificado jipi, fingiendo ser uno de los compatriotas, que instalados en Piazza Navona confeccionaban rudimentarios mocasines, conocí a quien iba a ser la madre de mi hija que, por otra parte, fue la razón de mi regreso a la Argentina.
Nos casamos, y planeábamos volver a Europa pero, ciertas contingencias nos llevaron a Bariloche, de donde es oriunda.
Al separarnos me volví a la capital y, casi enseguida, acepté sin reparos un trabajo en Ecuador, impulsado por mi sed insaciable de viajero empedernido, mi voracidad de trotamundos. Una vez más, el argonauta ejerciendo su oficio.
No estuve fuera mucho, sin embargo, porque el llamado de mi hija, que estaba por comenzar la primaria y me extrañaba, me devolvió a mi terruño.
Como a quien dejan en tránsito, sin información, en un extraño aeropuerto, empecé a desconocer cuál era el punto de salida, y cuál el de retorno.
Y si el viaje, planeado como one way, no iría a terminar siendo round trip.
O viceversa.
Así que, la siguiente escala fue Río de Janeiro, a done huí de la fuerte depresión que me provocó un desengaño amoroso. Me sostuvieron unos amigos que sobrevivían fabricando cinturones de cuero y que, como aquellos de Roma, me integraron a su ámbito.
Al sentirme recuperado, algo indefinible me impulsó a regresar a Buenos Aires, y me llevó a intentar un recorrido diferente.
Fue, a través del conocimiento.
Retomé los estudios, abandonados hacía tiempo, e ingresé a la universidad para completar una carrera.
Lo logré, sí, pero en el interín conocí a una compañera de facultad quien, luego, se convirtió en compañera de vida.
Me hice sedentario, y establecí con ella un campamento donde, como nuestros antepasados americanos, obligados a trasladarse cuando se agotaban sus víveres y la posibilidad de reproducirlos, encontré tierra fértil y agua para nuestros cultivos de supervivencia.
Era feliz. Cómoda, tranquila, e inmensamente feliz. Afincado, y feliz.
Supongo que los parásitos intestinales nunca se desintegran completamente.
Y, como tales, parece que el nomadiurus, es un bichito altamente resistente a cualquier intento de destrucción, que se mete en las entrañas y, contradictoriamente con lo que provoca, se instala allí definitivamente,
Y el que creía extinto, se desperezó, y comenzó a picar nuevamente para saciar su apetito.
A su favor, me volvieron a ofrecer trabajo en Ecuador, y reincidí.
Esta vez, con mi mujer querida que, afortunadamente, aceptó acompañarme.
Primero Guayaquil, después Quito, y casi veinte años de estabilidad. Impensadamente, de anclaje a un sitio.
Al bichito, lo alimentaba con frecuentes recorridos internos, paseos a Manta, a Santo Domingo de los Colorados, a Esmeraldas o, incluso, con alguna visita a nuestras familias en Buenos Aires.
Hasta que, una alimaña maligna y dañina, me atacó severamente y me trastornó.
Sin remedio.
Mi pareja, no pudo soportarlo.
En la tempestad que sobrevino, soy una nave a la deriva.
Y, no es así como planeé que fueran mis viajes.
Yo, timonel, brújula en mano, determinando mi orientación y mi destino.
Quise ser caracol, gitano, misionero, para vagar por el mundo.
Y lo fui, pero ahora, físicamente quieto, voy de un lugar a otro, solo con el pensamiento.
Me desplazo libre y arbitrariamente, por donde la imaginación me lleve.
Hasta que la luz, apenas encendida todavía, se apague para siempre.

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