Un abuelo, por falangista, estuvo escondido; el otro abuelo pisó las playas de Saint-Cyprien después de haber luchado en el Ebro. Una abuela tuvo como cuñado al sucesor de Jose Antonio Primo de Rivera. La otra, la abuela materna, era de La Rioja y había ido a Barcelona a servir a casas de la aristocracia; “muy putas todas ellas” decía de sus mujeres. Se casó con un electricista valenciano, mi abuelo, para vivir en una casa del casco viejo que hoy ya no existe. Y tuvieron cinco hijas, entre ellas, mi madre. El que estuvo en el Ebro maldecía y perjuraba de las sotanas y los conventos, y trabajó toda la vida para Tranvías de Barcelona, habiendo nacido en Valencia. El escondido era de Cantabria, como su mujer, mi abuela paterna, y vivían en el Ensanche de Barcelona, después de haberlo hecho en Sevilla, Madrid y San Sebastian y no por este orden. Es lo que tenía ser agente comercial en aquellos tiempos. De hecho, mi padre había nacido en Madrid y fue alumno de los Claretianos de Barcelona y mi madre empezó a trabajar a los nueve años, de peluquera en la casa familiar.

Un hermano de mi padre, gay de chaqueta y corbata en el franquismo, dio saltos de alegría cuando Tejero entró en el Congreso el 23 de febrero. Una tía de mi madre trabajó en el Paralelo tras la guerra, sirviendo copas a pijos, policías, bailaoras, arribistas, paletos, flamencos, puteros, juerguistas y otros faranduleros de la noche. Una hermana de mi madre se casó con un malagueño de pro que, teniendo que mimetizarse por negocios, hablaba perfectamente el catalán y los propios catalanes le admiraban el buen acento andaluz que tenía al hablar con sus hijos.

Mis padres se casaron en Barcelona y vivieron en Madrid un tiempo. Construyeron junto a otros desclasados la Barriada de Manoteras, uno de los “Poblados dirigidos” del Régimen, situado donde terminaba la Ciudad Lineal. Lo dice el “ABC” del 24 de junio del sesenta. Pero para nacer yo, mi madre viajó a Barcelona. 

Luego, a bordo de un “Constellation” aterrizaron en Gran Canaria, a donde llegué muy rubio, tanto, que en la barriada donde vivíamos me llamaban “el alemán”, el hijo de “la peninsular”. Allí nacieron mis hermanos con quienes, sentados a comer en la mesa de la cocina, oíamos cada sábado y cada domingo las anécdotas, historias, chascarrillos y vicisitudes familiares de aquellos buenos viejos tiempos antes de llegar a las Afortunadas. Parecía que en cualquier momento iban a sacar los pasajes para volver. Contagiados de nostalgia, les pedíamos que contaran una y otra vez cómo era vivir aquello del racionamiento, aquello de viajar en tercera y lo del estraperlo, y lo de cuantos dormían en cada cama y lo de aquellas “recogidas” que llegaban del pueblo para colocarlas de criadas en las casas. Contaban lo grande que era la Gran Vía, y las Ramblas y el Tibidabo y la Castellana. Y el hambre, y los sabañones, y el café con achicoria y el pan negro. Y el “Auxilio Social” para unos y el orgullo para otros.

Al principio íbamos al colegio de “tante Mercedes”, colegio con nombre griego, de una alemana afincada antes, durante o después de la Guerra Mundial. Si había que decir el lugar de nacimiento me llenaba la boca de “Barcelona”. Más tarde, en los Claretianos, algunos pintamos en un pasillo del colegio un “Abajo los curas fascistas” que sirvió para ser “animados a no renovar la matrícula el curso siguiente”. Un amigo se afilió a las Juventudes Socialistas cuando no eran legales y hoy es del PP. Me escribía contando sus “hazañas” clandestinas. Un día en casa encontraron sus cartas y aún hubo miedo y amenazas de ir a la policía. Más me sonrojé cuando sacaron de mi escondite, en plena comida familiar, el Interviú con Angela Molina recién desnudada. Todavía recuerdo el día soleado que hizo cuando Franco murió, se suspendieron las clases y nos fuimos a pasear a la orilla de la playa. Y a escuchar a Lluis Llach cantar “L’estaca”.

Al llegar a la Universidad de Barcelona, al Clínico, me llamaron “el canario” y de ese exotismo viví de rentas un tiempo. Y en Cataluña trabajé hasta que volví al Atlántico. Y ya me quedé. Y ahí nacieron mis hijos, que ahora viven y trabajan en Madrid. Y murió mi hermano, del que no se dónde están sus cenizas. Y mi vida continuó. Y mis abuelos murieron, y mis tíos también.

El verano del 68, estando de viaje, mi padre se compró un sombrero para el sol. Y comentaba: “Un sombrero francés comprado en El Corte Inglés de Barcelona por un madrileño que vive en Canarias, de padres cántabros, casado con una catalana de padre valenciano y madre riojana, con un hijo catalán y tres hijos más canarios”.

Dice la Academia que trasladarse desde el lugar en que se habita a otro diferente es migrar. Los lugares que habitamos no solo son paredes y calles y plazas. También son amores, anhelos, penas y esperanzas. Tal vez es nacer, vivir y morir.

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