CUBA

Me quedé bajita por comer patatas. Por la mañana patatas, al mediodía patatas y por la noche patatas. Nadie se libraba de las patatas, ni si quiera los destetados. Y cuando dejamos las patatas en el pueblo ya fue demasiado tarde, había crecido lo que tenía que crecer.

Nunca había montado en un tren, y eso que por entonces ya me iba haciendo falta un ajustador. Fueron dos días de viaje, que se me hicieron muy largos, cada mañana preguntaba: ¿cuánto queda?, y me decían que había que tener paciencia, que todavía teníamos que cruzar el mar. El mar que me pareció inmenso, tan azul y tan grande que pensé: es imposible cruzarlo, y aquella noche no dormí. Del barco solo recuerdo el frío de las noches y los espléndidos salones de primera que veía a través de una ventana. Y sí que se podía llegar al otro lado, no sé cuántos días fueron, trece o catorce, pero desembarcamos, en un puerto con un sol intenso, que llenaba de luz una ciudad grande, una ciudad en su mayoría blanca. Salir del puerto no resultó sencillo, el bullicio nos atolondraba, nos desviaba, carros, carretillas, coches de caballos y negros, muchos negros, negros grandes con dientes blancos que me daban miedo. Alejándonos del muelle las casas se fueron haciendo más grandes, más blancas. Verlas nos llenó de fe, parecía que allí había dinero.

Todos nos pusimos a trabajar, más temprano que tarde. Yo entré a servir en una gran casa. Hacía camas, limpiaba la plata, pero, sobre todo, fregaba suelos, la gobernanta debió verme más cerca de la tierra que a las otras, ella no debía saber que me dolían las rodillas igual a las altas. Con estas todos fuimos metiendo dinero en la caja de latón.

La señora de la casa me daba un trato correcto, me trataba con el usted y me regalaba yucas. Aunque era mayor conservaba mucha belleza y una piel tersa y blanca.

Pero por las mañanas, recién levantada llevaba otra cara que no era la suya, demacrada, huesuda, como si no durmiese bien, incluso llegué a pensar que su marido le pegaba, no encontraba la explicación. Y la encontré con un gran susto y escándalo, grité cuando una mañana descubrí, lo que yo entendí como un bicho, los dientes de la señora metidos en un vaso con agua. Había dentaduras postizas, eran los dientes blancos de los blancos viejos.

Libraba una tarde a la semana y siempre que podía me escapaba a callejear, a seguir descubriendo lo nuevo, a explorar lo que había en el mundo. Hasta que un día me perdí, me angustié mucho, no sabía leer, y las placas de las calles no me decían nada, una me llevaba a la otra, y todas me parecían iguales. Pude encontrar mi casa porque siempre había gente buena. Cogí miedo y estuve muchos meses sin alejarme, aproveché para aprender las cinco letras y hacer alguna amiga, y no fue difícil, solo pedía que no fuera ni muy alta, ni muy guapa. Y en compañía, nos fuimos alejando, día a día, calle a calle, hasta que llegamos al malecón y de allí ya no nos sacaron. Éramos mujeres que reíamos como niñas y que tardaron en acostumbrase a que los hombres les estrecharan el paso.

Y luego vinieron los bailes, había tantos, que nadie se podía acordar de que llevaba siempre el mismo vestido. Esperábamos entre picardías y codazos a que los hombres nos sacaran a bailar, puedo decir que nunca baile con un hombre bajito. Así que conocí a un gallego, un gallego grande, que no bailaba, silencioso, pero tenía unos ojos azules que me emocionaban. Era un hombre trabajador, que, aunque fumaba mucho, bebía lo justo, no era grosero y aunque de pocas palabras (que esas las ponía yo), pensé que me valía, así que empezamos a salir. Y con el paso de los días, como no me dio ninguna sorpresa desagradable, me enamoré.

Mi gallego empezó a doblar turnos de trabajo por mí, así que me hizo sentirme novia. Los de casa, igual porque era bajita o porque me veían muy niña no vieron el peligro, y pensaron que pronto me cansaría y que vendrían otros novios. Pero como los novios, novios eran y hacían lo que hacían, la noticia de mi embarazo no la tomaron bien, pero me dio igual, por un misero jornal no iba a malograr a la criatura.

El gallego y yo juntamos nuestras cajas de latón. Alquilamos una habitación y nos mudamos. Si aquello no fue la felicidad, estuve muy cerca. Nuestro hijo vino al mundo en mitad de un huracán, mientras las ventanas se resquebrajaban y saltaba algún cristal. Aquel niño o el viento salvaje nos reveló algo que sentíamos y que no llegábamos a reconocer: estábamos cansados de aquella tierra.

Elegimos una ciudad para volver, y el dinero ahorrado nos dio para pedir un préstamo, comprar un piso de dos habitaciones y seguir trabajando. Las letras que había que pagar volvieron a traer las odiosas patatas a mi cocina. Y eso que, por entonces, no intuía que habría tiempos tan terribles en los que tendría que comerme hasta las mondas, pero eso ya sería otra historia.

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