Las estrellas en Lesbos brillan con una intensidad que echaré mucho de menos cuando vuelva a Madrid, cuando mire al cielo y busque su tímido resplandor.

Aquí, sin embargo, iluminan lo suficiente para que todos estemos sentados frente al mar, con cajas de pizzas que se pasan de unos a otros, con idiomas que se mezclan por encima de la música que sale de un móvil. Aquí estamos, en el fin del mundo, o al menos eso les parece a muchos de ellos. Un grupo de españoles compartiendo pizza con sirios, afganos, iraquíes, bajo el cielo de una isla griega y con el perfil de Turquía al fondo, en la oscuridad. Parecería un chiste, pero el vacío de mi estómago, el que me recuerda que yo mañana me iré de aquí, que ellos seguirán atrapados, que quizá nunca volvamos a vernos, ese vacío, no me deja lugar a mucho chiste.

Uno de ellos eleva la voz, feliz, y alza por encima de las cabezas de todos su móvil, del que sale una pegadiza canción veraniega, que está triunfando alrededor del mundo, parece que incluso aquí, en el fin del mundo, en el fin de todas las cosas, en el que ellos creen que es el final de su viaje y mis compañeros y yo sabemos que sólo es el comienzo de una nueva y terrible odisea, si acaso más dura y poco prometedora que la anterior, incluso aquí, la voz de este cantante se alza por entre nosotros, y muchos comienzan a cantar, esa letra facilona y comercial que de repente cobra un inesperado y emotivo sonido, al dejarse oír en diferentes acentos. El que ha levantado se móvil ya está en pie, bailando, y pronto se le suman varios más, una compañera mía que enseguida se pone a su lado y danza, su inmenso pelo rizado brillando en la noche, venciendo con su sonrisa enorme y sus ojos verdes como el Egeo (que es verde incluso en la oscuridad de la noche), las esperadas reticencias, religiosas o sociales o culturales, o todas ellas juntas, que separan a hombres y mujeres en el mundo de nuestros nuevos amigos, ese mundo que han dejado atrás, quién sabe si para siempre. Y así, entre risas, y palmadas y abrazos, bailan la canción que nunca pensé que acabaría gustándome, y la playa se convierte en una fiesta de encuentro más que de despedida.

Muhammad (Moja, le llamo yo), que es vergonzoso como yo y no baila, me tiende un trozo de pizza.

Eat, my friend.

Le sonrío, y me devuelve la sonrisa.

Habibi, me llama.

Habibi. Amigo, compañero. Hermano. Y mientras mastico miro de nuevo las estrellas, y pienso que, aunque a mi regreso estén ocultas, lejanas, seguirán ahí. Resistiendo. Acompañándome.

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