Se tomó la cara con ambas manos, tratando de cubrir la pena, tratando de que nadie vea su tristeza. Se dio vuelta para mirar en un viejo mueble antiguas fotos avivando algunos recuerdos mientras su madre en un rincón lloraba desconsolada acompañada en llanto por su hermana. Apenado por el momento sacó fuerzas de la nada y fríamente mirando su reloj dijo –Ya es hora, se me hace tarde, tengo que tomar el bus.
Agapito Medina nació en Lima y su vida nunca ha sido fácil, abandonó la escuela cuando tenía doce años. Su padre, un alcohólico maltratador murió cuando él tenía solamente tres años. Desde niño empezó a trabajar repartiendo diarios pero no alcanzaba, algunas veces no tenían que comer en casa, la vida le daba sus primeros golpes. Nunca se consideró a sí mismo un hijo ejemplar, pero si esforzado, esfuerzo que muchas veces no se ve reflejado cuando se es pobre. El negro como le decían en el barrio fue cambiando los trabajos por las malas juntas, sin darse cuenta fue cambiando los juegos de pelota por los vicios y sin proponérselo dejó de ser el futuro de la familia para comenzar a ser un verdadero problema. Por los rezos de su madre aferrada siempre a su puñado de rosarios, Agapito nunca cayó preso, pero a sus dieciocho años ya se perfilaba como uno de los grandes delincuentes de su empobrecido barrio. Era audaz e intrépido pero le faltó disciplina y oportunidades, o quizá nunca las buscó.
Sentado, observando el triste reflejo de su mirada en la ventana, Agapito no dudaba que aunque dolía en el alma, esta era la decisión correcta, por él, por su hermana, por su madre. Medina como le decían en los pocos años que duró en el colegio, decidió cruzar las fronteras. Su destino era Santiago en Chile, donde no tenía a nadie más que un amigo que lo había convencido de que, en ese país tendría mejores oportunidades. Su amigo de la infancia, Wilmer Sánchez se desempeñaba como garzón en un restaurante cerca de un barrio acomodado en Santiago. Indocumentado aún, Wilmer quién había empezado en tareas menores en el restaurante como la limpieza de pisos y la recolección de basura, debido a su personalidad amable y servicial había llegado a ser garzón. De miserable sueldo, pero compensado en las jugosas propinas que recibía por parte de los comensales, Wilmer veía un futuro similar al suyo en su amigo de niñez.
En un viaje largo que parecía interminable por fin llegaba a Tacna. Desde la última ciudad del sur de Perú tuvo que cruzar la frontera en un viejo Chevrolet Opala, muy usado para trasladar pasajeros de un país al otro. Intentó cruzar por el complejo fronterizo Chacalluta, pero por su aspecto y quizá por su color de piel no causó buena impresión en la policía de frontera.
–¿Para dónde vas negrito? –Preguntó uno de los dos policías que estaban en la sala mientras miraba sus datos en el DNI.
–A Santiago de vacaciones, donde un amigo –dijo Agapito evitando ponerse nervioso.
–Así que a Santiago de vacaciones… ¿en qué trabajas? –preguntó el policía en tono incrédulo, mientras dejaba los documentos en la mesa mirándolo fijamente.
–Trabajo en un banco –dijo el moreno joven, pero al ver que su respuesta no era convincente y antes de que su interrogador volviera a preguntar algo, rápidamente complementó –. Haciendo limpieza, eso hago en el banco señor.
–Saca todas las cosas de la maleta ponlas en la mesa y después te quitas la ropa –dijo el oficial con tono enérgico interrumpiendo las carcajadas que la respuesta de Agapito había provocado en su colega presente.
Mientras sacaba las prendas dobladas y limpias guardadas en la maleta, sintió el olor del jabón de mamá, se sintió solo por primera vez, vació. Dejó todo en la mesa y mientras se quitaba la ropa lloró despacio y aguantándose las lágrimas sintió dolor. Agapito no llevaba drogas, no tenía antecedentes ni nada que le impidiera cruzar la frontera que hasta ese momento lo separaba de sus sueños.
Finalmente pasó el control sintiendo que parte de su objetivo estaba cumplido. Logró cruzar y por la hora debió pasar la noche en el terminal de buses en la ciudad de Arica, el bus más próximo salía al día siguiente a las 7:40 de la mañana. Esa noche no pasó frío por el agradable clima, sin embargo durmió en el duro suelo rodeado de perros vagabundos. Así pues siguió en su larga travesía pensando en los cientos de kilómetros que lo separaban de su destino. No llevaba nada para leer, no llevaba música para escuchar, solamente lo acompañaban sus ideas, sus problemas y la esperanza de que tendría una vida mejor.
Nunca había viajado en bus y esta vez llevaba varias horas viajando, lo único que había descubierto era que le gustaba más viajar del lado de la ventana que del lado del pasillo. “Se duerme mejor y es más cómodo” pensó Agapito. El viaje aún no se tornaba aburrido entre las curvas de los cerros y el subir y bajar de las cuestas pero él estaba pensativo y despreocupado del paisaje. Después de atravesar algunos parajes desérticos el bus se acercaba a la ciudad de Iquique dejando ver entre los edificios un hermoso mar. Saliendo de Iquique por el borde costero se veían bellas playas hasta llegar a Antofagasta, allí el bus tuvo un desperfecto y el viaje se retrasó por tres horas. Finalmente partieron y después de unas cuantas horas de viaje, el sueño venció a Agapito, quien pensando en su mamá se quedó dormido en lo que sería su último sueño. No alcanzó a despertar, no alcanzó a llegar. En un trágico accidente que se hizo eco en los medios de prensa a nivel nacional, el bus que hacía el recorrido Arica – Santiago chocó frontalmente contra un camión dejando cómo resultado quince víctimas fatales, entre ellos el ciudadano peruano.
Agapito murió, en Chile nadie lo lloró.
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