LACERANTE ORFANDAD
Estoy aquí sentada, delante de un ordenador sin estar segura de si quiero hablar del confinamiento o de la migración. El confinamiento me invita a participar en un concurso literario y ya decidida, opto por la migración. Pero no sé qué historia contar sobre ella. Si rebusco en el pasado, toda mi familia es migrante, y si me ubico en el presente, mis hijas también lo son, y sus parejas o lo son ellos o sus familiares. En realidad, conozco muy poca gente que no lo sea y son casi siempre los más empecinados en el nacionalismo absurdo y totalitario.
Ni mis hijas, ni yo tuvimos necesidad de coger la maleta de cartón, atada con una cuerda, y marchar a la desesperada. No, fue más bien una opción, que se nos ofrecía ante la precariedad latente y la perspectiva de un mundo mejor. Pero, mis tíos sí que marcharon obligados, su hermano Germán, el heredero silencioso, los echó de casa con la valija desgastada, un trozo de pan y chulla y el dinero justo para llegar a un destino cercano. El que más lejos llegó de toda la prole, fue mi tío Pascualito que se bajó del tren en Barcelona tras muchas peripecias y altibajos en el camino.
Pascualito acababa de hacer la mili, en un cuartel cercano a su pueblo, cuando regresó al hogar. En él solo quedaban su hermano Germán y su mujer Sabina, recién casados y su hermano Luis. Las hembras habían formado sus propias familias, en pueblos cercanos.
Fue Sabina, quien les dijo, y no Germán,
- En esta casa hay demasiadas bocas que alimentar y pocas ganancias.
- Siempre ha habido para todos, le respondieron.
Pero captaron el mensaje y tanto Luis como él decidieron que había llegado la hora de decir adiós a lo que hasta entonces había llenado su tiempo, toda su vida. Se despidieron de los vecinos, que acongojados y con gran tristeza los vieron marchar, y se despidieron de sus padres, enterrados en el cementerio, bajo la sombra del nogal que les pertenecía y crecía al otro lado de la pared del Campo Santo. Ante ellos juró Pascualito
- Nunca volveré a pisar esta tierra de la que me voy forzado y herido desde todas las aristas de mi alma.
- No te lo tomes tan a pecho, hermano- le dijo Luis, exhalando un suspiro. – Volveremos y nos vengaremos restregándole nuestros logros.
- No, no volveré, dijo e inspiró todo el aire que sus pulmones aceptaron para llevárselo consigo.
Por última vez, olió las rosas que se encaramaban en la tumba, olió los hedores de las cuadras; olió la leña quemándose en la chimenea, y la que desprendía la falsa con sus trastos viejos e inútiles. En la maleta una muda y la fotografía blanquinegra de sus padres, que miraban serios todo lo que acontecía.
Biescas, y los campos con olor a heno mojado, Sabiñanigo, primera estación, y el abrazo de sus hermanas que protestaban, maldecían a la intrusa y al calzonazos de Germán y se deshacían en sollozos por retenerlos. “Estaremos bien”, “Nos escribiremos”.´
Ellas en el andén mojadas de lágrimas y tristeza, ellos en el tren posados de dignidad miraban el paisaje duro y rocoso que les acompañaba. Seguían el curso del río de agua helada y cristalina, y pensaron que la vida era como ese río, con altos y bajos, con curvas y cortados violentos, con remansos casi azules, ¿llegarían a tener ellos algún remanso?
Zaragoza, parada y fonda. Dificultades y añoranza. No podía entretenerse en gozar de la compañía de nadie, se tenía que preparar para opositar, para una vida mejor, y se estudió. Ganó. Se despidió de Luis.
Barcelona nuevo destino. Solo en la estación de Francia, un vahído y un vomito ante tanta inmensidad. Solo ante el ancho mar, ante el rumor de las olas que le invitan a pisar la arena y a jugar con ellas: “¡No!, he venido a trabajar”.
Trabajó por la mañana, por la tarde, los fines de semana, escuchó la radio, y se labró una realidad en la que los hombres ganaban dinerito, y las mujeres, casi todas unas malas pécoras, lo gastaban y los arruinaban. Algunas vinieron a buscarlo, le alabaron su hermosura, su bondad, pero no se dejó convencer.
- ¿Sabes lo que quieren, no?- les decía a sus hermanas cuando alguna vez volvió a visitarlas por Navidad. -Dinero, solo quieren dinero.
- Alguna habrá buena- le decían ellas- Cásate, estarás más acompañado. ¿Buscamos por aquí?
No les hizo caso y ante la insistencia dejó de visitarlas.
Rodeado de gente pero inmerso en una soledad infinita pasó los años en la rutina del trabajo; de la comida en los bares de barrio, de las cenas amenizadas con el sonido de la televisión y de las misas y el futbol de los domingos. Las revistas de economía le suponían un alto en el camino, había que vigilar las inversiones aconsejadas por el Director del Banco en el que trabajaba. Todo un gozo.
A veces le visitaba algún familiar, que había migrado a la misma ciudad, y le despedía con un: “Gracias y adiós”
Viejo era cuando ya no pudo trabajar, y viejo cuando enfermó, aunque no tanto como su mamá, y se preguntaba: “¿Cómo le había tocado a él, relativamente joven, el declive si era un hombre? ¿Cómo podía ser que el ictus hubiera sellado a su madre, a una edad más avanzada que la de él?”
Se recuperó y recayó varias veces.Sus sobrinos le acompañaron en este transito, hasta que llegó la parca. Voló hacia su niñez para recibir las primeras caricias, en sesenta años y, por fin, sentirse arropado con los abrazos que tanto amó y añoró. Había cumplido su promesa de no volver, había muerto millonario, mientras su hermano Germán lo hizo en la más extrema pobreza, pero todo a costa de una lacerante orfandad.
A veces, cuando asoma en mi mente su recuerdo, le pregunto: ¿Mereció la pena?
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