Llevaba tantos años allí, sentado en el último noray de la escollera, con su inseparable pipa entre los dientes, desgreñados mechones que sobresalían por debajo de la descolorida gorra y rodeado de artes de pesca, que ya formaba parte del paisaje del puerto. Los forasteros pensaban que lo había puesto allí el ayuntamiento como una escultura ornamental, un reclamo más a los turistas. Pero no, era auténtico, arrastrando su vejez, con sus principios defraudados, sus pasiones frustradas, sus ilusiones acabadas.
Se llamaba Joaquín Mariner, pero nunca respondió por otro nombre que el de Ximo; Ximo el pescador, si es que alguna vez hacía falta ponerle apellido.
Pero empecemos su historia por donde corresponde.
Sin esperar al alba, cuando tras la guerra supo que un falangista del pueblo lo había denunciado por su antigua militancia anarquista; antes de que la Guardia Civil fuera a prenderlo, zarpó en su llaud y huyó. El viento lo llevó a Orán, donde tantos otros emigrantes, fugitivos, se instalaron allí, unos huyendo del hambre, otros de la represión. Tras de sí, sólo dejó malos recuerdos y buenos amigos. Por delante un exilio precipitadamente obligado.
Durante los años que siguieron se enroló bajo cualquier bandera, navegó en barcos de pesca; en buques mercantes, transportó azúcar, armas, maderas, contrabando…
Ahora le preguntan por aquello y no sabe contestar.
Jamás me casé –responde sin venir a cuento. Ninguna reclamó tampoco mi paternidad para su hijo –se ríe. Será porque siendo pobre no tenían nada que rascar, o porque estaba casada. Las dos cosas pudieron ser, o ninguna ¿quién sabe? – vuelve a sonreír con cierta picardía.
Había pasado mucho años cuando un día regresó igual como se fue, en su pequeño Leviatán. Su pueblo ya no se llamaba La Vila, sino Villajoyosa; ya no se veían barcos de vela latina como el suyo, ni había pesca artesanal, sólo pesqueros de altura, pero él seguía siendo Ximo, el pescador, el anarquista, y atracó en el mismo muelle, en el mismo amarre, el de siempre, el que fue de su padre y luego suyo ¡Los camaradas se lo habían respetado veinte años!
Volvieron a pasar veinte años; veinte inviernos faenando… del atún rojo a la gamba roja, de la sardina al pez espada, el langostino, la albacora, la caballa, lo que fuera que sacara el arrastre…
Ahora, jubilado hace años, se sienta en su noray mil veces repintado de negro. Tiene una memoria prodigiosa que puede relatar de corrido el nombre de todos los barcos en los que navegó, de todas sus singladuras, pero no le preguntes qué comió, no lo recuerda, no lo sabe, probablemente se le olvidó comer.
Allí, sentado en su noray, repara redes, nasas de mimbre, palangres, poteras… que sus amigos le traen, más para que se distraiga que por necesidad.
Huraño y estrafalario, detesta los turistas por sus estupideces y preguntas. Eleva la vista y se vuelve a quedar en blanco. No contesta. Hace tiempo que dejaron de importarle los cretinos.
Y sin embargo, los chicos vienen a pedirle que les remiende una caña de pescar, que les enhebre un anzuelo, que les señale el mejor lugar para pescar en esa época y lo hace con gusto.
Algunos domingos los saca a navegar, les muestra el manejo del timón y de la vela, les enseña nudos marineros… se siente satisfecho contándoles historias de contrabandistas, de piratas, de temporales, de naufragios… Un simple: gracias tío Ximo, lo reconforta más que nada.
Cuando el tiempo lo permite, sale a pescar en su llaud. No siempre regresa con algo que pueda vender en los restaurantes del paseo, pero consigue con ello completar la exigua pensión que le quedó.
Podríamos decir que es feliz, si la felicidad le interesara, si es que supiera lo que es, si es que verdaderamente existe.
Aquella mañana salió a pescar en su caladero favorito. Echó las cañas y espero. La paciencia es la mejor virtud del pescador y él hacía años que había perdido la noción del tiempo.
Era por enero. Ni un barco se divisaba en toda la bahía. En el momento que picó una magnífica dorada, oyó el rugido de un barco aproximándose a gran velocidad. Se preguntó quién era y a qué debía tanta prisa. Era un barco potente, de mucha eslora y pintado de manera que parecía una lata de Heineken, con una ametralladora de grueso calibre en la proa y una exagerada bandera de España en su popa ¡Menudo cacharro! -exclamó para sí.
La patrullera de la Guardia Civil se abarloo a su pequeño llaud como si fuera un acantilado a su estribor.
– ¿Qué hace usted aquí?
– Pues pescando -Respondió con la naturalidad que proyecta la ignorancia.
– ¿No sabe que esto es Reserva Marina?
– ¿Reservada para quién? – Contestó malhumorado. Yo ya venía aquí con mi abuelo
– Y a partir de ahí, los acontecimientos se le amontonaron.
Ni por asomo podía pagar una multa que superaba en mucho el valor de su barca; la Agencia Tributaria lo sancionó por no declarar sus ventas de pescado y la Tesorería de la Seguridad Social le quitó la pensión por trabajar estando jubilado. Le embargaron la barca y lo poco que tenía en la cuenta corriente.
Aquella noche, arrancó el precintó que le habían colocado en su barca e, igual que hacía tantos años: largó amarras, izó la vela y el viento terral lo empujó mar adentro. En lugar de una, se tragó de golpe las últimas pastillas de ketazolan que le quedaba. Un somnífero que deja de ser liviano cuando se toman 5 píldoras a la vez. Abrió el grifo de fondo, desconectó la bomba de achique y, plácidamente, se hundió para siempre con su pequeño Leviatán.
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