Me vine por amor. Por eso crucé el charco. Yo lo quería y él era el padre de mi hija. Pensaba que si mi hija estaba cerca de él, tal vez, viéndola crecer, él la querría y cuidaría de ella en el futuro. Pero, ¿sabes?, nada de lo que había imaginado funcionó.
Yo, que había sido una mujer tan…, no sé, no exactamente dócil ni maleable, pero sí confiada, casi hasta demasiado ingenua, de repente descubrí que me estaba convirtiendo en una mujer recelosa y bastante suspicaz. Me afectaba mucho el cambio de país y la cultura tan distinta. Sí, sí, ya sé que tenemos la misma lengua y eso ayuda mucho, pero no me negarás que todo es muy diferente. Yo tenía mucho miedo y me sentía muy sola. Y las noches… Recuerdo muchas noches de insomnio, dando vueltas en la cama y mirando una y otra vez la carita de mi niña que, -ella sí, inocente-, dormía profundamente.
Poco a poco fui superando mi desconfianza y temor iniciales. Me ayudó mucho Doña María, la dueña del hostal en que nos alojamos al llegar. – Hijita, deja que te eche una mano con ese maletón y cuida tú a la niña, que está dormidita y no hay que despertarla-. Eso me dijo la primera noche, cuando llegamos. Y todas las noches, esa primera semana, venía a la habitación con un vaso de leche y unos dulces de crema. –Coge un dulce, mi niña. Y otro para ti -, me decía, -que estás más flaca que flaca y a saber qué habrás comido hoy.
Sabía por qué lo decía. En un momento de debilidad, y porque era la única persona con la que hablaba más de dos palabras, le conté que había llegado prácticamente sin dinero, que tenía lo justo para pagar la guardería de las monjas, y que no sabía si me alcanzaría para el alojamiento de la semana siguiente. – Pues bueno, si eso es todo… No sé yo si por tu culpa voy a dejar de ser millonaria. Anda, calla y acábate la leche.
Desde ese momento ya no me sentí del todo sola.
Pronto me di cuenta de que tendría que renunciar a mi antiguo oficio. No me lo podía creer, yo pensaba que con mis casi 400 pulsaciones de la antigua Olivetti y mis cursos de contabilidad encontraría trabajo en cualquier despacho. Pero no, desde que en mala hora perdí mi independencia y dejé mi empleo. Me hablaban de ordenadores, y de Excel y Access, y hasta uno me dijo que sin SPSS no había nada que hacer. A saber qué querría decir con eso… ¡Ah, y encima los títulos de mis cursos no servían! Por supuesto, había que homologarlos. Homologar, validar…, palabras de mi preciosa lengua que nunca había utilizado, ni las conocía siquiera, y que en seguida llegué a detestar.
Pero no podía permitirme esas flaquezas. Ni por mi niña, ni por mí misma. Así que con pena, pero sin dudas, dejé de lado mi formación y mis recuerdos de administrativa. Y durante días y días busqué todo tipo de trabajos. ¡Cuántas visitas y entrevistas para nada! Sin suerte ninguna, hasta que una tarde, cuando volvía al hostal después de recoger a Lucía de la guardería – ¿te había dicho ya que mi hija se llama Lucía, como yo? -, como dicen en las novelas, me cambió la vida. En la puerta del hostal estaban las tres mujeres que hoy has conocido en la Cooperativa: Fabiola y Rosita. Querían hablar conmigo y, como me lo pidieron tan amablemente, tuve un buen pálpito, dejé a la niña al cuidado de Doña María y nos acercamos a un café próximo al hostal.
Fabiola y Rosita, desde esa tarde y ya siempre para mí las Dos Gracias, conversaron conmigo como si me conocieran de toda la vida. Hicieron que me sintiera tranquila, sin ese recelo permanente que tenía desde que llegué. Me conocían, dijeron, de verme vagar por el barrio en busca de trabajo. Así que habían hablado con Doña María y se habían enterado de que me hacía mucha falta el trabajo. Pero no me lo hicieron notar en absoluto. Al contrario, me insistieron en lo bien que les vendría que les echara una mano con el negocio que querían poner en marcha.
Me contaron que cada una por su cuenta tenía un puesto de frutas en el barrio. Y que se habían dado cuenta de que no ganaban nada haciéndose la competencia. Cada día ofrecían la fruta a un precio más rebajado, hasta ridículo decían, y sin embargo no podían rivalizar con el Hipermercado de la esquina, ése de la multinacional tan conocida, ya sabes.
Yo no necesitaba mucho para que me convencieran. De hecho, a los cinco minutos, muy nerviosas y emocionadas, nos poníamos de acuerdo. Fabiola aportaba un localito de unos 30 m2, pequeño, pero suficiente para lo que necesitábamos, mientras que Rosita ya tenían apalabrado el préstamo con el Banco. Estuvimos de acuerdo en que yo no pondría dinero ni otra cosa que no fuera mi trabajo pero, eso sí, trabajaría por dos o por tres si hacía falta. Y así de fácil fue todo. No sabes lo contentas que estábamos. No parábamos de hablar y de reírnos por tonterías. Hasta pedimos una botella de anís para celebrarlo, y nos la acabamos. Fíjate, yo, que no bebo nunca, acabé medio piripi.
Y así surgió la Cooperativa «El Porvenir.» ¿A que te gusta el nombre? A mí me sugiere tantas cosas… ¡Y cómo ha pasado el tiempo de rápido! ¡Si Lucía ya casi va a empezar la Secundaria…! Mirando ahora hacia atrás, cuando llegamos mi hija y yo a este país, sin nada, siguiendo a un hombre que no se lo merecía, te das cuenta que todo ha valido la pena. Lucía y yo te mandamos un beso muy fuerte y qué decir tiene, que aquí en Alicante, tienes tu casa.
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