Se han reunido finalmente a medianoche, a la hora de los lobos, esos que aparecían para asustar al pequeño camino de la majada.
Llevaban tiempo esperando al último, que se resistía a marchar: el último en irse a Madrid y el último en abandonarlo.
Eran cinco hermanos, criados antes, durante y después de una guerra, que soportaron días largos, noches de frío, madrugadas de miedo, hasta que se marcharon buscando futuro. Y lo encontraron, porque, acostumbrados a la aspereza de los canchos y los riscos, el cemento de la ciudad era casi un descanso.
Se llevaron una maleta de cartón y la costumbre de trabajar duro y sin quejas. Aprendieron a llevar corbata, pero les costó pronunciar Madrid. Trabajaron en fábricas que construían teléfonos de baquelita o automóviles inalcanzables, y montaron negocios de barrio, cuando descubrieron que ya no querían ser mandados.
Enseñaron a sus hijos que no hay nada sin esfuerzo, y les hicieron hombres de provecho; los inculcaron el orgullo del apellido paterno, el inquebrantable amor a la madre, a la familia, y a enfrentarse a cualquier autoridad, cuando en ello les iba la razón.
Un hilo invisible los ataba en vida, más fuerte que el lazo que los unía a los hijos o a sus mujeres. Un hilo que les hacía compartir sueños y secretos, mientras cantaban las cuarenta en bastos. Un hilo del que, si tirabas, se arrastraba a todos. Un hilo que sujetaba una madre que, sentada en la silla baja de enea, los esperaba cada año en la penumbra, sola ya, frente al fuego mortecino de la chimenea, preparando un cocido escaso de carne o haciendo queso. Y el puchero de café con achicoria. Y las naranjas en el arca.
Eran cinco y el último en dejarnos era el que recordaba todas las fiestas, todos los cumpleaños. Quizá por eso se fue el día que se celebraba uno de ellos. Para no olvidarlo. Para no olvidarlos.
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