El restaurante a media luz tenía un aire lúgubre, los claros y sombras creaban un ambiente melancólico que contrastaba con su característico colorido y frenético movimiento de cada noche. Tomé asiento en una de las mesas redondas cerca de un amplio ventanal desde donde se dejaba entrever un cielo encapotado lleno de nubarrones grises. Mateus fue el primero en llegar al vacío comedor, vestía su característica chaqueta roja maltratada por los años de puños y cuello gastados. Su presencia desprendía una jovialidad y energía rara en alguien de su edad, una densa cabellera rubia siempre alborotada y en contínuo movimiento añadían vitalidad a la peculiar mezcla. Era uno de esos tipos que sabía perder cuando toca, sin mucha resignación con naturalidad. Se sentó como solía, piernas bien abiertas y derecho como una vela mientras esbozaba una amplia sonrisa. Dejó sus manos curtidas y marcadas por los años como la corteza de un tejo sobre unos tirantes anchos y gastados como él. Hijo y nieto de carpinteros polacos sus ocho dedos y medio restantes daban fe del peaje a pagar por una vida en el taller.

Había pasado un mes desde que empezamos a trabajar en la renovación del restaurante en medio de la campiña inglesa. Un lugar pegado a una carretera recta e infinita donde un tráfico intenso entre las grandes urbes vecinas producía una banda sonora extraña de ecos crecientes y decrecientes. Daba la impresión que todo estaba de paso, nada era permanente en este lugar y la prisa en llegar era más importante que el camino. La mejora de las distintas estancias era ya visible en nuestra última semana de trabajo y así el dueño había insistido en comer juntos como forma de agradecimiento y para finiquitar los últimos detalles.

Ian era un tipo larguirucho, algo enclenque de ojos profundos y una cara estirada que le daba un aire de aristócrata bastardo reconocido por necesidad, carente de alcurnia pero lleno de flema. Solía vestir de forma algo estrafalaria y según había escuchado a algunos de los paisanos en el único bar cercano era un tipo excéntrico incluso desconocido para la mayoría de los vecinos. Decían que había hecho una pequeña fortuna a base de fundar una de las primeras empresas logísticas del país. Existían rumores de su masonería, conexiones con altos miembros de la autoridad local y una actitud errática a la hora de tratar a clientes y socios. Hoy vendría acompañado por uno de sus inversores principales en el restaurante, un tipo importante de Londres según me había informado Adriana. 

Muchos en el pueblo decían que Adriana era más que la cocinera y estaban en lo  cierto. Era un producto de la casualidad en un mundo lleno de resquicios irracionales y sin sentido finalmente destituida a cocinera. La necesidad la había traído hasta Inglaterra desde su originaria Bulgaria pero era el amor el que la había arrastrado hasta este rincón perdido el día que tropezó con Ian. En aquella época había progresado a pesar de madrugones, miserias y dos niños a ser la gerente de uno de los restaurantes en el aeropuerto de Heathrow, el destino quiso que Ian eligiera ese mismo restaurante antes de embarcar. Según dicen él nunca llegó a subir a su avión y la entonces joven Adriana dejó su trabajo ese mismo día, fue una relación intensa y repentina pero también fugaz. Tras varios años la relación quedó reducida a los requiebros del negocio, la servidumbre y un hastío sucio que relucía a cada oportunidad.

Empezamos a tomar algo para hacer la espera más llevadera, Mateus era un buen bebedor orgulloso de serlo. Esto quedó más que patente el primer día que nos conocimos y hablamos de trabajo al viejo estilo, botella de vodka y dos vasos sobre la mesa. Aquella noche la conversación se alargó hasta tarde y acabó con un abrazo y una oportunidad para ensuciarse las manos. Tras la segunda pinta los hombres de negocios llegaron con su porte de gallos de pelea, Ian como siempre con su discordante colorido de bohemio daltónico y a su lado un individuo bien vestido de pelo brillante al más puro estilo londinense, se presentó como Mark, buen apretón de manos y mirada a los ojos. De buen porte físico desprendía seguridad y control del momento, tras las clásicas presentaciones y comentarios vacíos todos tomamos asiento. La imagen rebosaba contraste a un lado dos tipos de piel curtida, manos grandes llenas de callos y mataduras, al otro dos refinados lugartenientes del mundo empresarial. La conversación pasó rápidamente a los negocios, mercado y oportunidad, acabó convertido en un soliloquio de los hombres de negocios al que asistimos en silencio mientras Adriana servía platos. Mateus hacía honor a sus raíces sobre todo cuando una botella de vodka apareció encima de la mesa como por arte de magia. La conversación pasó a la política y de una forma natural los peces gordos estaban tan ensimismados en sus afirmaciones y corroboraciones que el tema derivó a la inmigración. El deber del país en defender a los trabajadores nacionales frente a los otros, los ajenos. Por el rabillo del ojo pude ver como Mateus miraba fijamente a los enchaquetados comensales, su permanente sonrisa había desaparecido y casi no parpadeaba mientras bebía pequeños sorbos. Se deshizo de su chaqueta, parecía estorbarle, sin apartar su mirada se agarró los tirantes con sus gruesos pulgares los estiró y dejó que golpearan su torso produciendo un chasquido. Los dos caballeros desviaron su mirada. Pausadamente Mateus agarró su vaso y con su hermético acento dijo – En 1.939 cuando el pueblo polaco era masacrado los británicos se dedicaron a beber té. Ahora venimos aquí a trabajar. Eso señores se llama karma. – tomó un sorbo y sonrió de nuevo. 

La comida terminó entre el silencio incómodo y un Mateus reclinado sobre su asiento con los ojos medio cerrados mientras sus ocho dedos y medio estiraban sus tirantes. Parecía estar en otro lugar, probablemente de vuelta a casa aunque fuera tan solo por un instante.

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