En mitad de un campo de olivos andaluz vivía Luna, de piel clara y pelo moreno. Con su mandil en la cintura de cuadros, golpeaba la ropa con su pala de lavar de madera.

Tatareaba canciones para que los días parecieran menos eternos. Su marido Juan se semblante serio, barba frondosa siempre llegaba tarde y borracho a las puertas de la casa. 

Sin vecinos alrededor poco podía hacer Luna en aquella casa, perdida de la mano de dios. Más que limpiar lo que ya estaba limpio, cuidar de los tomates y rezar para quedarse embarazada lo antes posible. 

Una mañana como otra cualquiera salió a la ventana mientras su marido desayunada y en el cielo vio cientos de pájaros que sobrevolaban su blanca casa.

– ¡Juan, ven, mira al cielo!. – Le dijo gritando Luna a su marido.

– ¡Qué pesada es esta mujer, no hay día que no invente algo!. – Le respondió él mientras se acercaba. – Son golondrinas Luna, ya te lo he dicho millones de veces, vienen, se quedan aquí a pasar una temporada y cuando les conviene se van. ¡Para eso tienen alas mujer!

Luna siguió mirando por la ventana viendo sobrevolar a aquellos pequeños pájaros. 

Día tras día, cuando Juan se marchaba, las observaba a lo lejos, sintiendo una paz, desconocida para ella hasta entonces. 

Luna no tenía familia, sus padres murieron cuando ella era pequeña. En aquel entonces, no era algo raro. Su tía Paca se la llevó a su casa hasta que llegó Juan para pedirle la mano. Ella no tuvo nada que decir en ese momento. Juan se la llevó y hasta hoy. Juan la llena de reproches recordando día tras día la inutilidad de Luna para no concebir hijos. A ella la llenan de tristeza y rabia sus palabras, pero sabía que no podría ir lejos de su Juan sin que él la encontrara antes. 

Una tarde, hacia el anochecer vio que Juan no llegaba y era raro en él, así que se sentó en el escalón de la puerta a esperarlo. Pasado un rato, vio que se acercaba su viejo coche por el camino, a lo lejos, se detuvo un instante, se abrió la puerta del copiloto y una mujer salió a empujones del coche gritando y llorando. Luna por un instante se quedó paralizada, después se levantó rápido y se fue a la cama corriendo, se tapó con las sábanas y cerro los ojos. Entonces, se escuchó el motor del coche apagándose, se abrió la puerta y se cerró de un golpe. Llegó Juan al dormitorio, se quitó los zapatos y se acostó oliendo a vino. 

Luna no consiguió dormir nada aquella noche, así que decidió salir a ver a las golondrinas, pero ese día ya no estaban. Tan solo se escuchaba el silencio de la inmensidad. Juan seguía durmiendo profundamente. 

Luna pensó que ella también tenía derecho a ser una golondrina y necesitaba volar, lejos de Juan, del campo y de la soledad aterradora. Llenó una pequeña maleta de todo el dinero que encontró por la casa, una muda de ropa y las llaves del coche. Por última vez, miro a su marido mientras le caían lágrimas de los ojos. Bajó las escaleras en silencio, abrió la puerta y como las golondrinas… Luna migró, como las golondrinas… Luna voló, como las golondrinas… Luna agarró su fuerza y su coraje, arranco el coche y sin mirar atrás, se marchó. 

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