A Julia le duele su alivio. A Fabián, no. (Claro, no va a preguntárselo. Comprendió hace mucho que esas profundidades le generaban una rotunda… ¿pereza? Piensa que debe haber una palabra más exacta, pero no la encuentra). Asume que no sufre porque duerme a su lado desde que el bicho se estabilizó en lo alto, altísimo del cielo. (Capaz es que le duele mucho y, justamente por eso, para anestesiarse, duerme. Es improbable, pero no imposible). Por momentos ronca. Son novios desde hace ocho años y viven juntos desde hace cinco; sin embargo, esta es la primera vez que su ronquido no la perturba. Muy por el contrario, la tranquiliza. Es como la única porción de casa, de sitio donde se está a salvo, a la que puede asirse.
¡Hay que ser mediocre para que un barbudo roncando se te antoje un sinónimo de calma!, se dice. Sea como fuere, se concentra en ese sonido que la arrulla y también está a punto de quedarse dormida; hasta que estalla en llanto el bebé del asiento de delante. Y, sabrá Dios por qué, enseguida llora otro más atrás, se suman los gemelos rubios de la primera fila, y una niña ya grande que sale del baño con su madre, al oírlos, decide unirse al festival de lágrimas, moco y gritos. ¡Esto mejora a cada minuto! Y todavía faltan siete horas para aterrizar en Madrid.
Después de intentar interesarse por el libro durante media hora, lo cierra sintiéndose medio fracasada y enteramente superflua, porque puede pasar una hora en Instagram sin darse cuenta ni de lo que hace pero media hora de la Nieve de Pamuk se le hace insoportable. Quiere leerlo porque se supone que es un buen libro, porque los premios, porque hay que leer lo que recomiendan los que deciden concursos y hacen reseñas sobre lo que de verdad, verdad, es literatura. Pero se aburre como una ostra y no entiende nada, ¡qué triste!
Piensa en Giuseppe y se pregunta si habrá otro amor platónico asignado a su existencia madura o si tendrá que conformarse con este. Con el profesor de la Universidad tan culto, divertido y… ¡bah! Piensa que la llamó cuando estaba en el aeropuerto y le dijo: «Cómete el mundo, chamita». Y que ella no fue capaz de decirle lo que ni siquiera se me permite escribir ahora. Porque, aunque no seamos la misma mujer ni muchísimo menos, yo tampoco pude decírselo. Algún día tendremos (tendrá) que admitirlo.
Saca un cuaderno y el bolígrafo blanco que tiene rotulado el nombre de la que fuera la empresa de sus padres. (Esa palabra, «padres», arde en el pecho, pica, da ganas de romperse para hacerle compañía a todas esas cosas amadas que ya no existen). Escribe: nos vemos pronto, tierrita. Pero sabe que no es cierto. (Duele otra vez el alivio. Siente que tiene un cuchillito clavado del lado de adentro del ombligo. Y tiende a hundirse más. A ir más profundo).
Entonces deja un abismal espacio en blanco hasta que se decide por las palabras: Perdóname que no esté loca por reencontrarte. Perdona si no te extraño. Perdona si cuando el avión empezó a moverse yo me sentí en el comienzo de una fiesta, de una mudanza hacia la vida libre y digna. Perdóname si se me salió una lágrima y era de júbilo. Perdóname si no me importaría no volver a verte nunca.
Cuando le devuelven su pasaporte español sin ponerle ni un sello, experimenta la misma confusión que tuvo de camino al hospital donde años atrás moría su madre. Como si algo inmenso estuviera pasando, digamos una ola, una de veinte metros, pero ella estuviese bajo el agua y no pudiese ver ni escuchar nada nítidamente.
Estás en España, se repite para convencerse, para que el mareo remita. Está en ese país del que tanto oyó hablar a su abuela, el responsable de que su Navidad tuviera gusto a turrones y sus domingos a cocido con aceite de oliva. Pero no entiende nada.
Raquel, la amiga en común que fue a buscarlos y que ya es casi una baquiana, los conduce al taxi. Durante todo el trayecto, Julia no logra apartar los ojos de la ventana. Madrid es demasiado extensa para ser contada. Fabián y su amiga hablan muy animadamente y ella sonríe o suelta monosílabos a veces, para no ser completamente maleducada. Cuando el coche se detiene, Raquel le pregunta al taxista si tiene datáfono. Ella se ríe porque esa palabra le parece tan rara como inexistente, pero el hombre asiente y le ofrece el aparato para que pague con su tarjeta. Julia abandona el auto con la sospecha de que viene de otro planeta.
Raquel les enseña el pequeño piso que comparte con una rumana y que será también su cobijo durante tres días, y luego les pide que la acompañen al supermercado a comprar frutas y jabón para la ropa. Julia se maravilla de las manzanas, coge una bolsa y un par de ellas para pesarlas pero su amiga al verla le grita desde el otro extremo de la zona de frutas y verduras:
-¡Suelta eso! ¿Qué haces?
-¿Com… prando manzanas…?
-¡Tienes que ponerte guantes, loca! No puedes tocar las cosas así, con la «mano pelada».
-Ok, ok, perdón… No sabía…
-¡Ay, no! Perdona tú, tendría que haberte avisado. Ya estoy demasiado españolizada.
–Pero, ¿qué pasa, tías? ¡Hostia! -exclama Fabián, que estaba mirándolas de lejos, imitando (pésimamente) el acento y jergas españolas.
-Creo que dejaré las manzanas para otro día. ¿Nos vamos? -pregunta Julia mirando a Fabián entre aburrida e irritada.
Son casi las doce de la noche cuando se queda dormida. Esta noche sueña, por primera vez, que no llegó a coger el avión, que sigue en la casa amarilla donde besó por última vez a sus sobrinas.
Cuando abre los ojos y lentamente sale del sueño, ya no hay ningún alivio ahí en su pecho. Tiene frío. El verano florece afuera pero ella tiembla. Está vacía.
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