Día 1.

En los bolsillos no cabe más nada. Ya ha llamado el conductor que nos llevará a la frontera, y en mi cabeza la séptima de Beethoven suena una y otra vez, como si esta aventura necesitara un soundtrack. Naomy apura el último cigarrillo antes de emprender el viaje, y Rafael, aún medio dormido y sin peinar, pregunta por sus audífonos. Llega un mensaje de mi hermana, curiosa por saber si la odisea ya comenzó.

Ludwig sigue tocando en mi mente, mientras desarmo en 5 minutos la casa de 13 años: cierra el gas, la llave del agua, guarda la planta eléctrica, desconecta la bomba de agua, dile adiós y no mires mucho el desorden. No habrá visitas en mucho tiempo.

Tres horas después, cientos de carros y miles de personas me indican que la frontera con Colombia no se parece mucho a la que vimos hace diez años, cuando la travesía hacia Cartagena solo dejaba atrás preocupaciones y las ganas insatisfechas por cambiar de paisaje. Y por un instante, ese recuerdo me parece una lección de historia de un país que ya no existe.

Entro en estado de alerta. No sueltes nada, no pierdas de vista nada, no le digas sí a nada, me dice una y otra vez el chófer que nos acerca a la fila donde el pasaporte azul le dirá adiós con un sello a la Patria de 50 años. La Lacrimosa de Mozart suena apropiadamente como acompañamiento al mar de gente. El viento de la madrugada entra en contraste con el repentino sudor copioso de mi rostro, y me percato que una daga imaginaria atraviesa mi costado: buen momento para que las piedras en mis riñones decidan atascarse.

Tres horas más tarde, desde el bullicio callejero en territorio no tan extraño como bizarro, oficialmente somos migrantes. Medio litro de agua y un baño improvisado me liberan de mi dolor, soliviantan mi alerta, me preparan para emprender de nuevo la travesía. Doce horas más en bus a Cartagena.

En la pequeña pensión detrás del aeropuerto donde pernoctaremos me recibe un venezolano somnoliento. Es el encargado, y me imagino que la visión de tres  viajeros desechos por el cansancio le resulta natural. No hay soundtrack: es hora de las palabras, del diálogo informal.

Día 2

Hay tiempo para el desayuno. Hasta nuestra puerta de salida solo median 800 metros, un montón de maletas y la incertidumbre. El vuelo de Avianca nos lleva rápido a Miami y a la amenaza de sus sabuesos migratorios. Unas máquinas colocan en nuestras manos recibos con una gran X y la indicación de seguir a la próxima taquilla disponible. 

Primer interrogatorio, un montón de respuestas para justificar nuestra osadía de pisar suelo de USA. Prueba no superada. Segundo interrogatorio, ya en una oficina. Mismas preguntas, mismas respuestas, un funcionario que a ratos me mira y a ratos observa un programa de juegos donde los asistentes responden preguntas para ganar dinero. Me pregunta, y luego susurra las respuestas a la TV, como si fuera concursante. Al final, el pierde y nosotros ganamos. Tienen seis meses para soñar, mister Boscán.

La recepción familiar, el reencuentro, la clave del WIFI para dar señales de vida. Ya no hay casa, solo un cuarto grande y la certeza de que el viaje apenas comienza. 

Día 120

Miles de horas después, cientos de cajas de tomate y lechuga picadas después, cientos de canciones en camino al trabajo después, miles de personas que consumen de todo después, unos pocos dólares ahorrados después, dudas y vacilaciones después, el tren nos sirve de despedida antes de emprender vuelo de nuevo.

En los bolsillos ya no cabe nada. Tenemos los pasajes a Lisboa como escala al destino final: Barcelona, España. Seguimos en camino. Más preguntas, más respuestas.

-Bienvenidos, tienen tiempo para soñar. 

Reencuentro con las hijas, con la familia regada como la inocencia en el piso. Diciembre fue abundante en abrazos y besos, en diálogos que superan el mensaje por celular, en fotografías de los encuentros que pronto serán otro recuerdo más. El cuarto es más pequeño e inconstante. 

Día 130

-Buenos días, señor funcionario. Venimos a decirle que, por ahora, no tenemos país. Que necesitamos de su protección, o sea, del Estado. Que si estamos temblando es porque afuera había fila para entrar y seis grados, y porque aunque ya lo sabíamos, no todos los días se renuncia a todo, en un solo instante. 

Sepa que sabemos que somos muchos, que importunamos, que hablamos distinto, que caminamos ligero sin tropezarnos con nuestras raíces que llevamos a cuestas, que nos gusta la ciudad aunque no la entendamos muy bien, que el idioma no es tan difícil y seguro lo aprenderemos, no ponga mala cara.

-Vale, tenéis varios meses para esperar.

Día 250

Hace 31 días estamos en cuarentena. Ha sido difícil. Las conversaciones con las dos chicas de Argentina y la familia de Bulgaria ayudan un poco. Justo antes de que el planeta decidiera detenerse, hicimos una pequeña fiesta de cumpleaños para Naomy. Tenía dos años sin celebrarlo: primero por estar en viaje de 13 horas por tierra para acompañar a nuestra hija que buscaba su visa para emigrar. Y al año siguiente, el apagón eléctrico de una semana no permitió celebrar nada. Celebramos con el bullicio que nos caracteriza, tanto que un vecino aburrido llamó a la policía. No sabíamos que nos despedíamos de la libertad, de la Barcelona que se vuelca a sus calles cada día, como si no hubiera un mañana. 

Hoy es el planeta que nos pone en espera, que aguarda por nuestras respuestas. En la fila, el funcionario de mala cara de Miami y el funcionario de buena cara de Barcelona, los policías que acabaron con la fiesta y los que nos multan si salimos, el jefe inmigrante que te paga menos por ser inmigrante. Hoy todos somos inmigrantes indeseados y la Patria planeta nos hará preguntas. Hoy todos esperamos. Hoy todos somos iguales, el aire que respiramos es la misma amenaza y necesidad. 

-Tienen pocos días para soñar. 

(Ludwig suena otra vez.)

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