Creía en las sirenas. Decía que eran seres malignos, embaucadores. Que podían favorecerte si hacías su voluntad y conducirte a la muerte si desobedecías. Creía que había espíritus alojados en el tronco de los árboles. Afortunadamente, había hechiceros para controlarlos, añadía. Aseguraba que su padre podía ocultarse de los animales salvajes cubriéndose con un ungüento. Cuando su madre intentó retenerlo, le dijo que no se preocupara, que todo estaba escrito en el destino.
No sé si conocí su verdadero nombre. A veces les convenía ocultar su identidad. La cadencia de sus palabras me transportaba a grandes ríos, a tambores marcando el tiempo entre los árboles, a rostros de ébano, noche y misterio, a jóvenes que corren como el viento a través de extensas llanuras, a mujeres que acompasan sus caderas con el cesto que se mece en sus cabezas, a telas multicolores, a pinturas y abalorios tribales, a túnicas amplias, a chozas de adobe y paja, a guerras y pobreza, a sonrisas de dientes muy blancos y niños de ojos brillantes, a tanques, uniformes militares y desiertos, a fogonazos de alegría y dolor, decepción e ilusión, arraigo y desarraigo, miedo, añoranza, generosidad, rebeldía, y sobre todo, deseo de forjar un futuro mejor.
Conocía el sexo. No sé si el amor, o solo el enamoramiento. Tenía una familia. No sé si el coraje y la valentía, la desesperación, su pensamiento mágico, o todas esas cosas juntas le empujaron a emprender su particular aventura en manos de extraños, rodeado de extraños. Cruzó fronteras, supo del hambre y la sed, del frío y el calor, de la fatiga extrema, de la desesperanza. Fue titánico su esfuerzo y su empeño por alcanzar la última frontera, e internarse en el mar. Deseaba cambiar su mundo por ese otro que veía en las pantallas. Le habían convencido de que allí sería feliz y llevaría una vida digna.
Subió a la embarcación. Iba hacinado con muchos más en un cascarón de madera, de escaso calado, sin cubierta. Todos sin excepción estaban agotados, especialmente las mujeres embarazadas o que llevaban un bebé. Les mantenía en pie la esperanza de estar a punto de pisar la tierra prometida. Había una larga noche por delante. El mar estaba en calma. El cielo estrellado. La luna ausente. Casi todos se adormecieron con el vaivén. En cuestión de segundos todo cambió. Estalló la tormenta. El vaivén se transformó en movimiento violento. El oleaje irrumpió como una bofetada. Nunca se llevaron bien la salinidad del Atlántico y del Mediterráneo. Todos despertaron. Terror, gritos, gente cayendo por la borda. La frágil embarcación hecha añicos. Rotos todos los sueños.
Amaneció la mar en calma. Amistosa. Azul o verde aguamarina. Inmensa. No vio sirenas ni delfines. Solo sintió una profunda soledad rodeado de tantos cuerpos inertes. Como una constelación de estrellas diseminadas a su alrededor. Grandes y diminutas. Del color del ébano, la noche y el misterio. Estrellas de vida corta. Estrellas que ayer brillaban más que nunca. Ahora frías, caídas, sin rotación, desprovistas de luz.
Tiempo después, cuando lo conocí le pregunté, si ante la realidad que ahora conocía, querría dar marcha atrás, volver a su tierra. No. Fue su respuesta. En mi país estaba peor.
Además…Todo estaba escrito en el destino.
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