La vida que creé para Aureliano

La vida que creé para Aureliano

Bruno

15/04/2020

Mi nombre es Enrico Giuliano Rossi, y la historia de cómo supe que mi hermano Aureliano había muerto en altamar nueve años atrás, es notablemente más inverosímil que lo relatado en las cartas que envié a mi madre.

Todo comenzó hace ocho meses, cuando mamá se enteró de que tenía un cáncer creciéndole en el pecho. Los médicos determinaron que nada podía hacerse y le informaron que moriría en menos de un año. Y aunque logró asimilar todo el asunto sin dramatizar demasiado su propia tragedia, fue realmente duro para ella comprender que le quedaba poco tiempo para saber qué había ocurrido con Aureliano.

Aureliano Francesco Rossi, mi hermano mayor, había partido rumbo a la Argentina en marzo de 1893 a sus veinte años. Y si bien él había estado preparándose durante meses, mamá nunca había terminado de aceptar la idea de que su hijo partiría al nuevo continente y de que difícilmente volverían a verse alguna vez. Aún hoy, si me concentro lo suficiente, puedo evocar el rostro de mi madre esa mañana de sábado, intentando contener un profuso y amargo llanto.

La despedida fue dura, pero no fue nada comparada a lo que siguió después. Pasaron semanas en las que mamá no hacía otra cosa que sentarse en la puerta a esperar al cartero, con la esperanza de tener alguna noticia de su hijo. Pero tras varios meses en que nada ocurría, comenzó a angustiarse y a trazar todo tipo de especulaciones. ¿Por qué motivo Aureliano dejaría de escribirle como si su partida hacia América de un exilio se tratara? ¿Acaso había estado odiándola durante todos esos años en secreto? ¿Y si algo le había ocurrido?


Pasó el tiempo. 


Algunos años después yo ya había comenzado a olvidar los detalles del rostro de mi hermano, el sonido de su risa, la estridencia de su voz al cantar. Después de todo sólo había compartido unos pocos años con él. Mi madre, por el contrario, parecía cada vez más hundida en su tristeza. Ninguna hipótesis parecía confortarla, o bien algo había ocurrido con Aureliano o bien él había optado por olvidar su vida en Italia y comenzar desde cero, dejando atrás la totalidad de su pasado y de su historia, incluida su madre.


De modo que cuando, ocho meses atrás, el médico me dijo que a mamá le quedaba un año de vida, no esperé a que me lo pidiera. La miré fijamente a los ojos y le juré que encontraría a Aureliano. La tarea parecía imposible. Un joven de dieciocho años buscando contrarreloj a su hermano de quién no tiene recuerdos, en un país completamente ajeno y desconociendo el idioma, sabiendo que dejaba atrás a una madre que sólo deseaba saber que había ocurrido con su hijo para poder morir en paz. 

Lo que ocurrió después no estaba en los planes de nadie.

En el noveno día de viaje, conocí a Carmelo, el contramaestre, con quién estreché una curiosa amistad. Una tarde, al terminar su turno, me invitó a tomar unos tragos a la cantina del barco. Fue allí cuando le comenté la razón de mi viaje. Mamá siempre decía que las casualidades son la forma que Dios tiene de hacerse presente en nuestras vidas. Y aunque difícilmente exista un hombre tan escéptico como yo, sospecho que el pensamiento mágico esconde una cuota de verdad. Porque me resulta imposible pensar que de entre todos los tripulantes del barco, fuera casual haber dado con quién, nueve años atrás, había estado presente en el momento en que mi hermano enfermó y murió a bordo del buque que lo llevaba hacia Argentina. Carmelo me dijo que tuvieron que arrojar el cuerpo al mar. La idea de mi hermano muerto hundiéndose para siempre en las tinieblas del océano me heló la piel. Así de insignificante había sido todo.

De modo que allí estaba yo, a días de arribar a América a cumplir una misión que ya había terminado de la forma más inesperada y desagradable posible, sabiendo que mamá jamás sería capaz de soportar la idea de que habíamos vivido una década ignorando que Aureliano había muerto sólo en medio del océano. 

Estaba claro que tenía que ocultárselo. La verdad sólo lograría hundirla en una fatal tristeza con la que le sería imposible cargar en sus últimos meses de vida.

Fue así como comencé a construir el relato de mi hazaña recorriendo comisarías, agencias del gobierno, puertos, bares y conventillos, gobernada por contratiempos, impedimentos legales, monetarios e impericias de agentes gubernamentales y de las fuerzas de seguridad. Durante cuatro meses escribí firmando como Enrico, relatando como iba lentamente consiguiendo información acerca del paradero de Aureliano. Hasta que un día decidí decirle que lo había encontrado.

Sabía que la idea de un hecho fortuito, de carácter extraordinariamente casual, sería vista por mamá como un gesto divino con el cual se sentiría dichosa. No sólo había encontrado a su hijo, sino que Dios había obrado en secreto para que pudiera lograrlo. Así surgió la historia de la panadería en el suroeste de Buenos Ayres que figura en las cartas.

Desde ese momento comencé a cambiar levemente la caligrafía y a firmar como Aureliano. Tuve que escribir durante meses, llenando nueve años vacíos de anécdotas e historias para ver cómo, carta tras carta, la alegría volvía a surcar las venas de mi madre, que estaba muriendo a la distancia. Inventé una hermosa muchacha, italiana también, inventé una boda, tres hijos, un trabajo formidable, y una casa amplia y llena de muebles. Desde luego, tuve que convencerla de que Aureliano había estado escribiendo desde el momento en que partió, pero que por algún misterioso inconveniente las cartas nunca habían llegado a destino.

Escribí sabiendo que pronto dejaría de recibir respuesta.

Escribí para poder, aún desde la voz de Aureliano, despedirme de mamá.

Escribí sabiendo que ya no volvería a la mia Italia. 

Escribí porque comprendí que me quedaría aquí, a buscar la vida que creé para Aureliano. 


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