La viejecita de la lavandería de la rue Oberkampf se jubila dentro de dos meses, no será ella la única que abandonará el barrio en junio, pienso en la partida y ya he comenzado a echar de menos Oberkampf. París es una ciudad que se extraña incluso antes de haberla abandonado.

Madame Fouhida es una mujer singular —anciana pero con una energía inagotable—, está muy delgada y hoy lleva puesta una camiseta de rayas, una bufanda anudada al cuello y un gorrito de ganchillo azul claro que hace resaltar sus ojos chispeantes.

En esta tarde de colada, he decidido quedarme a esperar en la lavandería, en lugar de salir a dar un paseo. Al verme sentada, Madame Fouhida se ha acomodado junto a mí. Mientras comentábamos los sucesos acontecidos recientemente en Argelia, sus ojos brillantes se han detenido en un punto impreciso del tambor de la lavadora y, sin más preámbulos, ha comenzado a relatarme la historia de un periodo crucial en su vida: la guerra de Argelia de 1954.

Por aquel entonces, ella se encontraba en París y, con la noticia del estallido bélico, la ciudad estaba totalmente revuelta…, a los argelinos los lanzaban al Sena y la gente corría de un lado a otro, asustada. Aquella mañana, al enterarse, Madame Fouida decidió abandonar su trabajo e irse a casa a toda prisa; subió los ochos pisos hasta su chambre de bonne, hizo la maleta apresuradamente y llegó sorteando caos y confusión a la Gare de Lyon.

Al llegar a la estación, unos gendarmes le echaron el alto preguntándole hacia dónde iba; ella, azorada, respondió que a Suiza; los agentes se miraron entre ellos y entonces la señora de la taquilla les pidió que la dejaran tranquila y le extendió, prontamente, un billete para Lyon: primera escala de su viaje a Ginebra. Madame Fouhida, con los nervios, no encontraba el dinero…, entonces, la taquillera le instó a que cogiera el billete sin preocuparse y se fuera rápidamente para no perder el tren.

Agradecida, le apretó la mano, agarró el billete y salió corriendo hacia el andén. Subió al vagón casi sin resuello. Cuando el revisor la encontró —tan sobresaltada— en el pasillo, la condujo del brazo hasta el vagón-restaurante. Ella intentó tranquilizarse y pidió un pain au chocolat y un vaso de agua, pero la angustia le impedía tragar. Llegó a Lyon a las siete de la tarde, con el sabor del chocolate todavía en su garganta. Una vez allí, sacó un billete para Ginebra.

Al llegar a la aduana suiza, ya era medianoche. Los guardias conocían su nombre y ella se asustó, pero enseguida la tranquilizaron dándole la bienvenida al país. Llegó sobre la una de la madrugada a una casa de huéspedes, cuya patrona la acogió con amabilidad; se duchó y tomó un vaso de leche y una rebanada de pan con queso suizo y se acostó, más aliviada. A la mañana siguiente, al abrir la ventana, contempló la nueva ciudad desconocida que habría de acogerla durante los próximos meses.

Tras el desayuno, salió a buscar trabajo, enseguida la contrataron en un hotel para hacer habitaciones, acto seguido, se fue a arreglar su documentación. Cuando llegó a la oficina de inmigración, vio que había una fila que se ramificaba en dos, conforme uno se acercaba al mostrador —el brazo derecho conducía al despacho en el cual había un cartel que rezaba «Suiza» y el izquierdo llevaba a la mesa del letrero que indicaba «Francia»—; cuando llegó su turno, dudó sobre qué dirección tomar y hubo un momento en que desde los dos mostradores la reclamaban; finalmente, se decidió por el de Francia y, así, obtuvo la nacionalidad francesa siendo residente suiza.

Se quedó en el país dos años. Pasado ese tiempo, tuvo que abandonarlo por tres meses y se dirigió a Grenoble. Allí, encontró trabajo y se instaló cómodamente. La mañana en la que tenía previsto volver, le escribió una carta a su patrón excusándose por no regresar y ahí acabó su periplo suizo.

Entretanto, su hijo y su exmarido —que estaban en Argelia— la solicitaban. Su madre había muerto y era preciso reunirse con ellos. Puso rumbo a Argelia, con la intención de traerse a su hijo a Francia con ella, pero su marido no se lo permitió, así que se quedó en el país trabajando como modista hasta que su hijo se casó.

Un verano, recibió la invitación de unos amigos de Grenoble para que fuera a visitarlos y partió de Argelia, ligera de equipaje. Pasó un mes con ellos, tras lo cual le propusieron un trabajo y terminó quedándose. Cuando fue a arreglar sus papeles a la prefectura, el oficial le indicó que podía optar por la doble nacionalidad: francesa y argelina… Madame Fouhida, entonces, se quedó pensativa y —ante el asombro del gendarme— decidió guardar únicamente su nacionalidad de origen renunciando a la francesa.

«Hubo un tiempo en que pude tener tres nacionalidades…, ¿sabes? ¿Y para qué?… Si al final uno siempre es del lugar donde ha nacido…». El clic de la puerta de la lavadora se acciona justo cuando Madame Fouhida termina de contarme su relato. Ambas nos levantamos en silencio y comenzamos a recoger la ropa limpia. Ella se disculpa por haberme retenido con su charla durante todo el ciclo del lavado… Le indico que ha sido un verdadero placer escuchar su vida apasionante; entonces, sonríe —con los ojos encendidos— y se mete la mano en el bolsillo extrayendo un puñado de caramelos de menta (excelentes para la garganta); los deposita en mi mano cubriéndola con la suya, a modo de despedida.

Madame Fouhida vive en París desde hace veinte años, limpia diariamente la lavandería de la calle Oberkampf y es feliz porque se jubila dentro de dos meses. Al salir a la calle con mi petate de ropa a la espalda, he pensado en qué metería en él, si al día siguiente se desatara una guerra y tuviera que regresar a mi país de origen… Afortunadamente, todavía me quedaban varias semanas para disfrutar de París. 

El caramelo de menta suavizaba mi garganta.

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