Ítaca
—¿Ustedes gustan?
La señora, ante la amable negativa del resto de los pasajeros, empieza a cortar rodajas del pan de hogaza. Acaba de sacarla de una bolsa, muy abultada, que tiene las asas atadas con un trozo de cuerda. Saca también una tartera de aluminio, sin brillo, la abre y extrae lonchas de embutido que deposita sobre el pan.
—Es que si no les doy algo a los críos no hay quién los aguante—dice, justificándose, mientras retira con los dientes las tiras de plástico que rodean a cada pieza de fiambre. Las va colocando sobre el trozo de papel de estraza que las envolvía para luego hacer un gurruño que tira a la papelera que hay junto a la puerta del compartimento.
—Hace usted bien, señora. Doce horas son muchas horas en este tren y los chavales bastante aguantan, los pobres— la apoya uno de los viajeros.
—Es que, además, si no se pasan el día en el pasillo, con la ventanilla abierta, poniéndose la cara de carbonilla como eccehomos—rezonga la señora.
El viajero sonríe, asintiendo y vuelve a retomar el periódico deportivo.
La tarde va cayendo rápidamente dejando un poso de tristeza en el ambiente.
El tren para en una estación extraña, alejada de cualquier pueblo. La iluminación es tan pobre que tan solo hay unos cuantos postes con unas tristes bombillas.
Hay una cantina cuyo interior está en semi-penumbra; desde los vagones, de los que nadie se atreve a bajar por temor a perder el tren, se ve a un viejo, con delantal, limpiando unos vasos que sostiene en lo alto ante una bombilla para ver el resultado de su limpieza, que no ha convencido a nadie. Seguramente, en cuanto parta el tren volverá a su casa, volverá a su sueño.
Solo unos pocos viajeros fuman en el andén, con la mano colocada sobre el estribo, por si el tren arranca sin avisar. No sería el primero que ha bajado a la cantina para estirar las piernas y se ha quedado en tierra.
Una cohorte de vendedores ambulantes se acerca a los vagones con sus mercaderías: bocadillos, caramelos, tortas de aceite, embutidos, rosquillas, navajas…
Ninguno tiene permitido el acceso al interior de los vagones. Cuando el factor con el silbato y la banderola vuelve a dar la salida, solamente el navajero sube, al ver retirarse a la competencia; una propina al revisor ha obrado el milagro. Pero solo hasta la próxima estación.
La noche va cayendo rápidamente. Los vagones del tren se reflejan sobre el terreno junto a las vías como una serpiente que fluye, salta, corre…
Los niños, como pequeños animalillos, retornan al interior de los vagones para guarecerse bajo el ala protectora de sus madres.
Los padres les toman ahora el relevo en los pasillos, pertrechados de tabaco y sabiduría.
Entra en el compartimento cuando hace horas que ha oscurecido.
Las madres duermen con sus hijos sobre el regazo, dobladas las rodillas para ocupar el menor espacio posible.
Los padres se amontonan en el estrecho pasillo, por el que tan solo pasa el revisor de tarde en tarde. La luz mortecina vela sus rostros, apenas visibles, mientras hablan en voz baja. Intuyen la mirada vigilante de sus esposas mientras fuman compulsivamente un cigarro tras otro. Arreglan el mundo de la política, del futbol y de los toros con su sabiduría de andar por casa.
En el interior del vagón la luz que había comenzado siendo amarillenta, casi enfermiza, se ha transformado en morada, tan tenue que apenas se distinguen las siluetas. O se mantiene esa luz o se apaga; no hay más opciones.
—Buenas noches: ¿A ustedes les molestaría que me subiera a ese hueco para descansar? —dice el recién llegado, en voz baja— Es que no hay asientos libres y llevo varios días viajando.
Todos los viajeros, sumergidos en las sombras, acceden a su petición de buena gana, con una especie de gruñido de asentimiento.
Escala, apoyándose en un reposabrazos, hasta colocarse en el hueco que hay sobre el techo del pasillo. Antes ha subido la maleta.
Se mete acoplándose como un hurón. Poco le importa que, en la mitad del exiguo compartimento, un tubo estrecho de la calefacción del vagón lo atraviese en dirección al pasillo.
Se le ve realmente agotado y pronto cae en un sueño profundo. Antiguamente este puesto lo solicitaban, respetuosamente como él, los soldados que viajaban con billete sin derecho a asiento.
Cuando amanece, pide permiso y baja con su maleta. Va al baño y se acicala retirándose el cansancio de la cara con un poco de esa agua turbia.
Se asoma a la ventana del pasillo, a pesar de la carbonilla.
Ya quiere oler a salitre. Una gaviota solitaria se ha adelantado para ser la primera en ver llegar al tren.
A sus pies, en el pasillo la maleta. En su interior el traje. Su bien más preciado; quizás su único bien.
Cuando llegue a su barrio, vestido como un señor, todos le halagarán. Seguramente tendrá que gastarse algo de dinero en invitaciones; una reputación siempre cuesta algo.
Atrás queda Alemania. Aunque quizás tenga que volver. Porque, como otros tantos, no ha conseguido su sueño de volver rico.
Ellos no lo van a llegar a saber. Y una temporada de vivir como un señor no le viene mal a nadie.
Al menos mientras le duren los marcos.
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