Escena: familia migrante

Escena: familia migrante

Francisco Koufios

01/04/2020

En Buenos Aires existen los PH. PH son las siglas de propiedad horizontal: propiedad con un pasillo que se mete en las entrañas de una manzana para abrir paso a cada uno de los hogares que la conforma. El PH donde vive mi abuela, Zulma Abeledo, tiene tres casas y un almacén que da a la fachada. La casa de ella se encuentra al fondo del pasillo, donde tiene un patio con un limonero plantado en los únicos dos metros cuadrados de tierra, una mesa con sombrilla y una parrilla para las ocasiones especiales. Vive junto a su hermano, Eduardo Abeledo, y junto a uno de sus nietos, el hijo de mi tía Gabriela. Él se llama Ernesto y es un tipo que ronda los cuarenta años, tiene tres hijos – todos de madre distinta – y se encuentra desempleado. Dejo con una deuda enorme a mi tía Gabriela y, como ella no se lo perdona, se mantiene en la casa de mi abuela. 

Para la familia, todo esto, es medio incomodo, pero cuando alguien lo critica frente a la abuela, ella lo defiende a capa y espada ‒Pobre Ernesto‒ dice ‒siempre se le dieron mal las parejas y lo peor de todo es que, ahora, se suma el hecho de estar desempleado‒ y la abuela termina su defensa con cara de afligida al pensar en lo que pasa a su alrededor ‒aparte, la situación está difícil en Argentina‒.

Yo vivo en Santiago de Chile hace un año, pero ya llevo una semana de vacaciones en el país. Pase a ver a la familia; pase a celebrar el cumpleaños de mi abuela. Mi prima, Patricia Chicat, me da un lugar en su departamento durante el tiempo que estoy en la capital. Aquel sábado nos levantamos temprano y nos vamos a lo de mi abuela a hacer el asado. La puerta de entrada a la casa da a la sala-comedor, donde mi primo tiene un sofá-cama. Por ello, no hacemos mucho ruido al saludarla. Ella, sigilosa, mientras nosotros nos quedamos en el patio, nos hace unos mates y nos pone un plato de galletitas. Mi primo, recién al mediodía, se levanta de la cama y se queda sentado, pensativo. Se siente medio incomodo en la sala-comedor; se le avecina la familia entera y, con nosotros, el peso de la vergüenza le toca la puerta. Prepara sus cosas, hace la cama como puede. Come unas galletas y le da un par de chupadas profundas al mate mientras se disculpa con la abuela. Le dice que durante el tiempo que este mi madre se va a alojar en lo de su novia, Macarena, la madre de su tercer hijo. Sale al patio y nos encuentra preparando el fuego para el asado. Nos da un saludo medio distante con la mano y abre la verja. Escuchamos como se alejan sus pasos, como le dice buen día a la vecina del primero y escuchamos el ruido de la puerta de chapa, al final del pasillo. 

Zulma Abeledo lo intuía y después de escuchar el timbre resonar dentro de las cuatro paredes de su cocina, sale disparada de la casa y enfila a la puerta de la calle, por el pasillo de entrada. Patricia y yo vamos detrás. Vemos cómo mi madre y nuestra abuela, luego de tres años, se saludan. Se les escapan algunas lágrimas por la emoción. A Eleonor se la ve contenta del otro lado, junto a su otra hija, Juana. Nos saludamos y nos ponemos en fila para volver a la casa. Con Patricia vemos las bolsas de mercadería que trajo Eleonor Chicat: vino, pan, helado, provoleta y, en ese preciso momento, nos acordamos del asado. Nos viene una sensación de abundancia. La carne larga un olor indescriptible. Nuestra familia trata de guardar la mercadería en la nevera, pero ya no entra nada más. Zulma Abeledo, orgullosa, le dice a mi tía que las lleve a su casa, que ya había traído mercadería el día de ayer y que, aparte, ella ya se había encargado de comprar todo. A Juana no le gusta la actitud de la abuela, quien siempre reniega a la madre, entonces intenta pararle el carro. Mi mamá se enoja, yo me incomodo, y Patricia pasa de todo lo que pasa a su alrededor. Pero mi tía se siente dolida, así que le responde a mi abuela y esta se pone como una moto. 

En cuestión de minutos, mi tía se larga de la casa como se fue mi primo. Mi prima Juana la sigue para darle apoyo a la madre. La abuela se queja en voz baja mientras ordena algunas cosas de la casa. Mi mamá mira a otro lado, y Patricia y yo comprobamos que el asado está en su punto.

Fue luego de toda esta telenovela, cuando decidimos sentarnos todos. Y pienso: mi mamá recién llegada y con esta escena tan patética; el primo que se perdió en el bucle que lleva un país en decadencia; las tías alejadas como hasta hace días atrás, cuando mi mamá estaba en el departamento en Madrid y ellas en Argentina, en el barrio donde se criaron; mi abuela está cada vez más testaruda, como cualquier madre a sus ochenta y cuatro años de edad, pero sigue con una sonrisa impecable, contagiosa. 


Mi prima y yo, que habíamos hablado un poco de la familia antes de aquel encuentro. No estamos sorprendidos, pero tampoco entendemos mucho lo sucedido. Con mi prima, acudimos a nuestra levedad; hacemos de cuenta que nada tiene mucho peso. Mi madre cambia de tema y se sienta para contarnos lo cansada que está después del vuelo. Mi abuela termina de acomodar la mesa y yo le sirvo una copita de vino. Brindamos en el patio del PH, como brindamos en todos los asados que hicimos en el pasado. Cuando las cosas eran más sencillas. Cuando el país no te rechazaba ni cuando uno lo rechazaba. Cuando la familia se encontraba un poquito más unida.

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