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Una niña intentaba consolarme. Es lo primero que viene a mi mente. Ella era un poco más grande que yo, y tenía ojos enormes. Su sonrisa, sin embargo, no lograba esconder el miedo y la incertidumbre que también sentía. Limpió mis ojos y se sentó junto a mí, en el frío piso de cemento.
La tenue luz que volvía las formas grises y oscuras hizo que me sintiera sola a pesar de que la celda estaba llena. Y oír a los demás niños sollozar, sin saber qué sería de nosotros aumentó mi desconsuelo.
Sentí miedo.
Desde el momento que me arrebataron del calor de mi mamá y se la llevaban, la subieron en sus patrullas, diciendo palabras que no lograba comprender y me llevaron a mi a esa celda, oscura, pequeña, y llena de niños, que, como yo, tenían miedo.
En susurros, la niña me comentó que llevaba tres días ahí. ¡Una eternidad! ¿Cuánto tiempo me esperaría? ¿Dónde esta mi mamá? ¿Por qué no me dejan verla? ¿Por qué nadie me dice nada? Me sentí tan inquieta y tan sola, que solo pude llorar. Sentí el abrazo de mi nueva amiga, mientras caía dormida en su regazo, en el frío piso de cemento.
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Llegaron más niños. Cada que llegan es lo mismo: gritos, llantos. A veces, llegan con sus padres. Otras, llegan solos. Muchos de mis compañeros disfrutan el arrancarlos de sus madres. “Escoria centroamericana”, les llaman. Procesan a sus padres por haber entrado con documentación falsa o algún delito menor y los envían a prisión. Yo tengo que enviar a los niños de vuelta.
Los traemos aquí, a la hielera en espera de su situación. Bajamos la temperatura en la instancia, apenas soportable para nosotros, pero para ellos, provenientes de países tropicales es una tortura.
Yo me quedo con el trabajo sucio. El papeleo, la reubicación, ver sus llantos y darles algo de comer. Y hacer lo posible por enviar información de utilidad a ONG’s para que conozcan el paradero de sus familiares.
Más no puedo hacer. La dura política anti-inmigración nos ata las manos y de mi trabajo dependen mis hijos, mi esposa.
Hoy tramitaré la deportación de algunos niños. Y me duele el pecho de pensar en sus madres, el inconmensurable dolor que han de sentir de no saber de sus pequeños. Pongo música, distraigo mi mente. Será una noche larga.
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Sabíamos que si algo pasaba nos reuniríamos en la casa del migrante en Ciudad Juárez. No tuve comunicación con mi mujer, quien llevaba a mi niña desde que nos separamos rumbo a El Paso perseguidos por la border patrool.
No quise llamar al coyote. Sentí miedo que se aprovechara de la situación y me separaran de mi hija y mi esposa para siempre. Esperé en la incertidumbre hasta que pude llamar a la casa del migrante. Una niña de la edad de mi pequeña había ido a buscar comida.
Decidí entonces entregarme y que me regresaran. Es la primera vez que cruzaba, a diferencia de mi mujer, que ya había estado de este lado.
Cuando nos reencontramos mi niña y yo solo pude llorar y abrazarla.
De mi mujer no sabía nada y mi interior temió lo peor.
¿Cuál es el precio de buscar una mejor situación, de dejar la violencia, los secuestros y los levantones atrás? ¿Estamos mejor que la vida de miseria y hambre que dejamos? ¿Vale la pena el sufrimiento de mi niña, perder a su madre? No sé qué haría si algo le pasara a mi pequeña. Y el dolor y la tristeza que me abruman por mi esposa, la madre mi hijita…
Tuve que reponerme. Mi pequeña no puede verme derrumbar.
Recibí una llamada. ¡Era ella! Mi mujer está bien. Estaba detenida en Houston.
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Me sentí segura por primera vez en semanas. Encontrarme con papá nuevamente borró todo el miedo que sentí en la hielera, toda la angustia que pasé por no saber que sería de mí cuando fui devuelta.
Esperé por él como me dijo. Sin hablar mucho con la gente, alejándome de problemas. No sé qué habría hecho si hubieran transcurrido más días. ¿Qué sería de mí? ¿A dónde iría? Solita.
Papá dijo que no podemos volver a casa, que solo nos queda mirar al norte. Acá todo es distinto, pero ya no tengo tanta hambre, aunque se come con mucho chile.
Extraño a mamá.
Papá habló mucho por teléfono. Hacía trabajos de lo que podía. Vimos a mucha gente. Y un día, me dijo que cruzaríamos de nuevo.
El miedo que sentía de volver a cruzar se vio sobrepasado por la emoción de saber que vería a mamá de nuevo.
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El asilo estaba en trámite. Irregularidades en mi detención y que hubieran perdido el paradero de mi niña hicieron posible solicitarlo.
Lloré de emoción cuando escuché su voz por teléfono y mi alma descansó al saber que su padre estaba con ella.
Estaba ya mucho más tranquila. El saber que pronto me reuniría con mi hijita y mi marido me llenaban de júbilo, y la idea de hacer nueva vida aquí me daba esperanza.
Las semanas pasaban, pero el trámite no avanzaba. Esperaba con ansía la llegada de mi niña y de mi amado.
El tiempo era seco y raspaba la garganta cuando hablé con mi esposo. No había resolución de los gringos aún, y los tiempos se tornaban peligrosos en la frontera para los extranjeros. Cruzarían el río.
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Lavamos nuestros sueños y enjuagamos nuestras esperanzas. Todos nuestros miedos se fueron con la fuerte corriente. Tomé a mi niña, cruzamos el río. Llegamos a la tierra soñada, sin violencia, sin temor. A los altos palacios de plata y luz de alba.
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Pasaron días desde la última llamada. No supe por qué no se comunicaron nuevamente. Pedí apoyo para conocer su paradero y cuando los vi, morí por dentro.
A la orilla del río, arrastrados por la corriente, yacían inertes los cuerpos de mi esposo y mi hijita.
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