El perro no entra en la valija.

El perro no entra en la valija.

Bochi Rutigliano

19/03/2020

El tema de tener un dibujo para siempre en mi cuerpo me producía escalofríos. La piel mutilada, impresa, castigada por una aguja cargada con tinta no era una experiencia que quería dejar ingresar en mi vida. Pero sucedió que en el colegio todos se estaban tatuando.

Romina, la chica cool del grupo, se hizo un dragón fabuloso. Matías, el pibe que me gusta, se tatuó a Messi. Hasta la profe de matemáticas lucía en su brazo izquierdo un tatuaje tribal. Todos menos yo.

Cuando decidí hacerme un tatuaje quería llevar sobre mi piel algo sentido, una cuestión que este presente en mi estirpe. Algo que trascienda lo cotidiano y que dentro de veinte años no me arrepienta porque había pasado de moda. Por eso hable con mi mamá, con las tías que venían solamente los domingos a comer tallarines y por último le comenté a mi abuela Filomena la idea. Fue ella quien me compartió la historia de un personaje del que nunca había escuchado hablar. Se trataba de Rosco.

Mi abuela Filomena nació en Italia en la ciudad de Bari. Llevaba una vida como cualquier niña común; iba a la escuela, tenía amigas y un perro llamado Rosco. Con el jugaba a la soga, compartía el gusto por los chocolates y también los contenidos de su diario íntimo. No había secreto que Rosco desconociera. Ese tipo de cosas los había unido muchísimo. También por las noches dormían en el mismo cuarto y los domingos iban juntos a misa. Él se quedaba a esperarla en la puerta porque según parecía; el perro era ateo. Se la pasaba ladrandole a las gárgolas y el cura tenía que interrumpir la liturgia. De ahí que su madre la sacaba de las mechas y la hacía volver con el perro hasta la casa. Volver a jugar a la plaza era mucho más entretenido que escuchar moralinas de un señor disfrazado de pingüino y eso le producía un estado muy parecido a la felicidad. Desde ese día y para siempre el mundo había quedado dividido en dos. En uno estaban los pinguinos, el silencio y las cruces; en el otro los juegos, la alegría y Rosco. Cuando veía un cura por televisión siempre decía que su fuerte sentimiento anti-clerical se lo debía a un perro . Hasta ese momento nunca había entendido el porque de esa frase.

Cuando llego la guerra la zona se convirtió en un desvarío y toda la familia decidió partir al nuevo mundo. Al poco tiempo y sin preparativos tuvieron que salir casi con lo puesto. Un taxi los vino a buscar para llevarlos hasta el puerto; sin entender mucho le dijeron adiós a los vecinos y se despidieron mecánicamente del perro. El perro no entraba en las valijas. Eso le dijo su madre y aunque ella chilló como loca, la sentencia era definitiva.

El punto fue que al subir al coche y mirar para atrás, se dio cuenta que su fiel compinche la acompañó, cuadras y cuadras corriendo detrás del humo del caño de escape hasta llegar al mar. El mar fue el límite de la estupidez humana. El mar era la guerra, el final de la infancia y también el ensordecedor momento de la despedida.

Se abrazaron con la mirada y la pequeña Filo lloró hasta quedarse dormida. Cuando la atrapó la noche, ya estaba en el barco y la imagen de Rosco tratando de alcanzar lo inalcanzable fue un retrato que la persiguió durante años.

Luego de cuarenta años en Argentina la abuela volvió a Italia y casi inconscientemente buscó a Rosco. Lo buscó en su casa natal, en la plaza, fue a la iglesia y le pregunto a las gárgolas si lo habían visto por ahí; pero nada. Se encontró que la ciudad había cambiado tanto que ahora era una exiliada en las dos tierras. Nunca se había sentido del todo argentina y ahora su país natal le devolvía una imagen que le parecía extraña porque ni siquiera estaba allí su amado perro. Fue entonces que se dio cuenta que no añoraba el idioma, tampoco la ciudad porque sus recuerdos eran demasiado vagos; sino a Rosco.

Le pedí que me contara más de Rosco así podía re construir el rompecabezas que era su vida. Filo, me habló tanto del perro que un día decidí dibujarlo y por fin tatuármelo en la piel.

Cuando se lo mostré a los chicos se rieron A quien se le podía ocurrir tatuarte un perro en el brazo; solamente a mí. Al llegar a casa me senté frente a la ventana, la llamé a mi abuela y esperé su reacción. Ella sonrió y luego asintió con la cabeza. Se dio vuelta para ver si la estaba mirando alguien, se levantó y comenzó a bailar. Me tomó de la mano y las dos tuvimos que cerrar los ojos ante el brillante fulgor de los recuerdos.

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