Tenía las yemas de los dedos callosas, y las uñas propias de un miserable. Hasta el momento en que la reina dijo «basta», el anciano mendigo, llegado esa misma mañana a su palacio, había servido de diversión a los príncipes aburridos, los grotescos nobles que esperaban día tras día, desde mucho tiempo atrás, a que Penélope eligiese nuevo rey. La reina ordenó a sus pretendientes que pasasen el arco del que fuera rey de aquellas tierras, el difunto Ulises, al mendigo. Y aquel viejo, de complexión poderosa, maloliente y envuelto en harapos que cubrían su espalda amplia y encorvada, acarició la madera del arco con la firmeza y la suavidad de quien ha sabido, en esta vida, pasar los dedos por el filo de las armas y la piel de las mujeres, sin cortarse con las primeras, dejando una memoria imborrable en las segundas.

Uno de los príncipes aventuró que tal vez el viejo fue soldado en otra época, y otro que a lo mejor tuvo un arco igual en su juventud. Y ni uno ni otro podían imaginar la verdad, porque la verdad era una imagen tan amplia y poderosa que no había modo de poder concebirla sin desmayo, sin echarse a reír declarándose estúpido por haber tenido una tal idea. Ni siquiera el príncipe más taimado de todos ellos, el que se mesaba la barba en silencio, el que observaba sin pestañear al anciano, era capaz de superar los límites de su propia imaginación, de entender hasta qué punto era revelador y terrible lo que estaba sucediendo ante sus ojos.

Y así era, ya que el arco de Ulises, que sólo el difunto rey fue capaz de tensar, que había estado abandonado cubriéndose de polvo en una esquina de la casa desde la guerra de Troya, se estaba doblegando al manejo del viejo mendigo, que trabó con una pierna la parte inferior del mismo, y tensó el hilo, y lo enganchó en el lóbulo del extremo opuesto. Un viejo mendigo estaba doblegando la tenacidad y el orgullo de un arma que sirvió siempre a un rey, que se negó durante años a que otras manos pudieran usarla.

El viejo, ajeno a la maravilla que estaba causando, se recreaba en ver y tocar un arma semejante, como si el mundo se viera reducido a las respuestas que el arco daba a sus caricias, al diálogo mudo que él y el arma habían entablado y en el que nadie más era capaz de participar. Estuvo así durante unos segundos, y los ojos de la reina escrutaron aquello que de su anatomía no terminaban de cubrir los harapos. ¿Sería posible?, se preguntaba, ¿sería acaso imaginable que un rey se presentase así en su casa?

Penélope sintió una dulce punzada en el corazón. No, claro que no. Aquel viejo, como poco, debía ser veinte años mayor de lo que Ulises hubiera sido en esos días aciagos, si aún hubiera seguido con vida. Sus formas eran semejantes, pero había una diferencia que eliminaba cualquier posibilidad de duda. Ulises era un rey, y como tal, su porte era regio. Su espalda siempre estuvo recta, sus ojos siempre brillaron claros y su gesto, siempre fue decidido.

Amparado por el abrumador peso del silencio que flotaba sobre la sala, el viejo tomó una saeta y la colocó en el arco. Frente a él, clavadas sobre el tablero grueso de una recia mesa de madera, doce hojas de hacha alineadas presentaban sus ojos como bocas mudas. Los doce ojos de hacha. Sólo Ulises había podido pasar una flecha limpiamente a través de ellos, con un tiro certero.

El viejo llevó el brazo hacia atrás y estiró la cuerda, la madera del arco, sus propios músculos agarrotados, sus tendones gruesos como cables… orientó la cabeza de la flecha hacia el primer cabo de hacha, hacia el agujero vacío que le miraba como el ojo cegado de Polifemo… Penélope cerró con fuerza los puños, los príncipes empezaron a removerse con nerviosismo en sus asientos, es imposible, decían, y alguna risita nerviosa se escuchaba, y los ojos de unos y otros se encontraban, asombrados, incrédulos, aterrados… hasta el más taimado de ellos había dejado de mesarse la barba, y juntas las manos, apoyados los codos en los brazos de la silla, miraba aquello que sucedía mientras se cubría la boca, incapaz de disimular la preocupación. Pero aún era demasiado pronto para creer, aún faltaba la prueba definitiva que rematase la evidencia.

Y llegó en forma de flecha, cuando el anciano soltó el aire de los pulmones, abrió los dedos y dejó ir la cuerda. Con un silbido de alegría, la saeta cruzó limpiamente los doce agujeros. El corazón de Penélope se detuvo, y luego se lanzó a bombear sangre por todo su cuerpo con ímpetu desatado. Abiertos los ojos de incredulidad, y la boca de asombro, la reina se puso en pie.

Los cabellos canosos volvían a ser castaños. Cruzados por mechas de plata, pero indudablemente castaños, sedosos y frondosos. La mirada entelada era ahora una mirada orgullosa y llena de odio frío, que uno a uno iba fijando los príncipes a sus asientos, impidiéndoles huir pese al terror que sentían. Envuelto de harapos, maloliente, visiblemente mucho más viejo que la última vez que su presencia era recordada en aquel palacio, Ulises, rey de Ítaca, había regresado a casa.

—Mis señores ­­–fueron sus primeras palabras, despojado ya de su disfraz–, habéis comido de mi ganado, habéis bebido de mis viñas y habéis vivido bajo mi techo durante muchos días, y muchas noches… días y noches en los que habéis humillado a mi señora, mi reina Penélope, a mi hijo, el príncipe Telémaco, y la memoria de quien os está hablando, el verdadero rey de estas tierras… y ahora que yo, Ulises, vuelvo a ser dueño y señor de mi hogar, ya es tiempo de que paguéis por todo ello… y mis señores, vais a pagar vuestra deuda con sangre.

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