El regreso de Olegario

El regreso de Olegario

Tras otra mañana sin encontrar vacantes, Olegario se persuadió de que debía marcharse. Tenían razón sus padres: los jóvenes debían buscar su futuro en otras tierras. Ya eran muchos los que se habían ido a la ignota América, ninguno había regresado y poca correspondencia se había recibido de ellos (con indulgencia, se culpaba de esto más a los servicios de correo inciertos que a la dificultad de los migrantes, casi iletrados, para hilvanar frases por escrito). Sin embargo, las pocas noticias recibidas eran favorables, los nuevos americanos obtenían trabajo y vida aceptable cuando no próspera. Florencio, el buen amigo de Olegario, se había radicado ya en un país que llamaban la Argentina, la única carta que envió era para informar a sus parientes que estaba muy contento y que pronto le enviaría dinero a Prudencia, su esposa, para que viajara a través del ancho mar para reencontrarse en una ciudad con nombre promisorio: Buenos Aires.

Desde niños, Olegario siempre compartía alegrías y frustraciones con Clotilde, su querida hermana menor con quien ahora desnudaba sus desesperanzas. Y fue la tarde anterior cuando Clotilde, con lágrimas en los ojos, tuvo que admitirle que el único futuro que veía para él estaba fuera del pueblo: “Debes marcharte Olegario, ve a América que ya nos volveremos a encontrar”. Ambos trataron de ocultar sus lágrimas de amargura, y en ese momento él eligió, sin saberlo, el que sería su hogar para el resto de la vida.

Partió con una maleta liviana y las pocas pesetas que le había juntado la familia, les saludó y no volvió la cabeza mientras caminaba los trescientos metros que lo separaban de la colina, ascendió con largos trancos por la senda de tierra entre arbustos que con orgullo denominaban la carretera hasta llegar a un claro, era “el Mirador”, donde solían descansar de sus juegos cuando niños y disfrutar de la vista del pueblo. Allí lo pasarían a recoger. Se sentó junto al pequeño ciruelo que él mismo había trasplantado desde el borde de la carretera para salvarlo de ser aplastado por los carros, lo acarició con ternura como si fuera una mascota –o un amigo- y allí se quedó esperando mientras miraba cómo el sol alumbraba las casas de paredes blancas y tejas rojas descoloridas, el río de sus alegrías de verano, la nieve de las montañas, el camposanto donde su apellido se repetía por decenas, la iglesia del cura Don Mateo; repasó acongojado el paisaje y temió que tal vez nunca más lo volvería a ver. De repente una fuerza brotó de su angustia, se incorporó de un salto y con firmeza juró y gritó que algún día habría de regresar triunfante a la tierra que lo vio nacer.

Cuando el avión ya se encontraba a velocidad de crucero, Juan comenzó a relajarse, disfrutaba viajar, pero nunca había llegado hasta el viejo continente, al fin estaba cumpliendo su sueño demorado. No tenía mayores quejas de su vida, había logrado en buena medida sus propósitos terrenales y ahora, junto a su esposa, estaba por llegar el momento de conocer el pueblo de sus abuelos. La carta enviada al Ayuntamiento para saber si quedaban parientes de Olegario había tenido rápida respuesta, y pronto pudo comunicarse con sus parientes, lejanos en el espacio y en el árbol familiar. Su todavía desconocida prima Carmela lo esperaba. Recordó a su abuelo en su lecho de agonía, cuando en susurros mezclaba desvaríos con recuerdos y clamaba por Clotilde, a quien nunca antes había mencionado antes. Olegario, un tanto hosco, poco contaba de lo que no quería hablar.

Cuando Carmela abrió la carta se le despertó la curiosidad: “Argentina…, hombre, eso queda muy lejos”, pensó, y cuando leyó la referencia al nombre Olegario sintió que el corazón le daba un brinco, ¡se trataba de aquel que su querida abuela Clotilde tanto recordaba! Carmela lagrimeó: la carta le decía que Olegario había muerto hacía ya más de treinta años, pero ¡cuánto le hubiera gustado a su abuela conocer al menos al nieto de su hermano! Si la carta hubiera llegado tan sólo cinco años antes… Cuántas historias le había contado Clotilde de una América inventada para sus cuentos infantiles, donde el hermano Americano era siempre el principal protagonista.

Juan conducía con ansiedad el auto de alquiler por la ruta que lo iba acercando al pueblo de sus abuelos; cuando vio el anuncio que marcaba su inminencia desaceleró con un nudo en la garganta, anduvo unos cientos de metros más por el camino hasta que advirtió un pequeño y prolijo cartel que invitaba: “MIRADOR. Desde aquí puedes disfrutar Baños del Río – 1900 habitantes”, detuvo el auto y descendió, se sentó en un banco a la orilla del camino, junto a un añoso ciruelo tan florecido que se destacaba a primera vista del resto de la vegetación, y por unos minutos, desde lo alto de la colina, recorrió con una mirada morosa todo el pueblo y juzgó que lo estaba haciendo a través de los ojos de su abuelo Olegario, y mientras acariciaba al ciruelo, casi sin advertirlo, como si fuera una mascota –o tal vez un viejo amigo- le gustó pensar «seguramente el viejo estuvo aquí alguna vez….» Sintió que los próximos pasos ya no dependían de él, tan sólo debía ajustarse al destino y dejarse llevar, estaba por cerrar un gran círculo en el espacio y en el tiempo, un círculo que su abuelo había iniciado con mucha valentía ocho décadas antes. Sintió que no estaba llegando: estaba regresando. Recorrieron en el coche los pocos metros que faltaban hasta las primeras casas, allí aparcaron, buscaron el edificio del Ayuntamiento como referencia y con pasos cortos se fueron aproximando hasta la dirección memorizada: Calle Luz, 3. Golpearon a la puerta de la casa y casi en el acto, como si los estuvieran esperando, ésta se abrió.

“Hola, soy Juan, el argentino”.

“Hola, soy Carmela, tu prima”.

Se abrazaron por un momento Juan y Carmela, y se abrazaron por toda la eternidad Olegario y Clotilde.

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