Mil costumbres raras

Mil costumbres raras

Jorge Becerra

05/03/2020

Muy a las seis de la mañana Mario se levantó; estaba sudando pues había dejado la calefacción prendida toda noche. Se le olvidó que estaba a 5 grados bajo cero y se dirigió a la puerta del balcón para tomar aire. Quedó paralizado del frío que percibió en su nariz y ahora obstruía su cerebro, con ese dolor insoportable solamente comparado a esa aspiración rápida de un sorbetón con pitillo en un vaso de hielo. Era la primera mañana en otro país.

Muchos viajes antes de su decisión definitiva, habían sido con mochila al lomo, caminando en un desierto, en una montaña, atravesando su país de origen. Otras veces lo hacía corriendo, en trekking o en bicicleta y estas prácticas le habían dado un espectro más amplio sobre las personas, los lugares, la historia, las costumbres, las religiones. Había entendido que cada ser vivo era un mundo y cada cual lo vivía a su manera.

La osadía de emigrar de su país de origen se debió a un sueño atrasado que cultivó durante mucho tiempo, pues creía firmemente que nadie es profeta en su tierra. Lo que lo enganchó en tal anhelo procaz para su época, fue cuando en la niñez lo atrajo una promoción en las tapas de refresco que incitaba a coleccionar personajes del mundo. Cada figura estaba perfectamente dibujada en el interior de la tapa con su atuendo folclórico y representando un país distinto. La colección perdía la magia cuando había que cambiarlos por más refrescos. Pero él no lo hizo. Guardó por mucho tiempo la colección, como símbolo de su visionaria fantasía.

Las preguntas frecuentes eran: ¿y como será vivir en otro país? ¿Qué costumbres raras habrá en Tombuctú? ¿Cómo será estar en un sitio donde no te conozca nadie? Esos interrogantes fueron construyendo respuestas paso a paso y justo al terminar sus estudios universitarios ya trabajando para una compañía tuvo la oportunidad de una beca para hacer un curso en el Japón. La primera respuesta a las demandas mentales de su entelequia.

Y se subió al avión. A pesar del extenuante viaje, finalmente el vuelo aterrizó y ya era lunes. La aeronave, había salido un domingo a las 19h00 directo a Paris y había arribado previamente al aeropuerto Charles de Gaulle a las 10h00 del día siguiente antes de hacer conexión y partir a las 13h00 rumbo a la ciudad de Narita en el Japón. La expectativa era grande. Mario, se iba a encontrar de frente con una cultura milenaria que de alguna u otra forma chocaría con su forma de ver el mundo; ese nuevo mundo, que aún no entiende.

Durante el vuelo como siempre, había hecho algo para no perder la costumbre y que amaba inconscientemente: observar a la gente. Asiáticos, africanos, europeos y alguno que otro latino, estuvieron junto a él, con el tiempo suficiente, para que les hiciera un menudo análisis. También identificaba aromas que nunca antes había percibido. Esa mezcla extraña de almizcle, perfume francés, bolitas de cardamomo y alquitrán que jamás olvidaría. Ese era un descubrimiento abrumador que no estaba en los anales de su imaginación y lo comprobaría en adelante: cada ciudad tiene su propio olor. Tokyo huele a soya.

En principio el viaje al país Nipón tuvo regreso, pero fue una plataforma para entender un poco lo que quería comprobar: que el mundo es amplio, retador, que funciona diferente y que da motivos para saber lo chicos que somos en una sociedad tan vasta.

Valió el esfuerzo. De regreso a su país de origen y casi de inmediato, fue contratado en un nuevo empleo que requería desplazamientos frecuentes dentro y fuera del estado. La opción perfecta para evitar el desarraigo, pues era ir y volver. Pasados 10 años en esta faena, fue llamado por la misma compañía para radicarse como expatriado en otra nación. Esta vez Chile. Ya la decisión era más compleja y aunque se sentía a gusto en el quehacer anterior aceptó el reto como una prolongación de cumplir la utopía que tanto pretendía. Y Santiago huele a sopaipilla con pebre.

El primer desafío, la primera punzada en el corazón fue el desarraigo. Dejar la familia, las cosas insignificantes que tanto quería y salirse de su zona de confort eran en balance una convicción de lo valiente y soñador en que se había convertido.

Luego vinieron otros temas no menores. El trasladar las cosas de un país a otro no es tarea fácil y si resulta ser muy sencillo termina siendo muy costoso. Al llegar se alojó en un aparta-hotel, durante un mes mientras se ubicaba en un departamento para empezar su nueva vida.

De Chile quedaron sabores y sin sabores. Una economía rampante con el modelo americano, una ciudad espectacular en desarrollo, buenas vías e infraestructura, con mucho apoyo de los inmigrantes, que sin duda han construido los países, pero con algo de nostalgia en las personas y una fuerte depresión. Desde Chile vino Montevideo, Uruguay que huele a carne fresca y provolone, Lima que huele a lomo saltado con papas fritas y Asunción que huele a Rodizio. Muy a pesar de los 5 años de mieles en Chile, Mario seguía añorando las comidas de su madre.

Pasado esta extensa pero productiva etapa de su emigración, fue de nuevo trasladado de territorio, para desarrollar un proyecto en México, en la ciudad de Monterrey – que huele a tacos al pastor con cerveza – Fue una experiencia enriquecedora culturalmente; una rica historia que adorna con creces la cultura latinoamericana. Luego vino una bella isla: República Dominicana, allí donde Santo Domingo huele habichuelas dulces y donde finalmente aprendió que como emigrante siempre se tienen dos opciones: o se acostumbra o se devuelve. El resto es historia.

Ahora ya superada la etapa, ya curtido con su quimera, ya habiendo conocido lo externo, Mario quiere emprender su último viaje. Quiere diseñarlo, quiere estar ahí…quiere abrir un día la ventana para respirar y encontrar que está inmerso en ese viaje por lo más profundo de su ser.

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