Desarraigando desde sus raíces…

Desarraigando desde sus raíces…

Landa

04/03/2020

  • -Bueno, ¿ya podemos comenzar? ¿Usted se encuentra bien, para indagar en sus recuerdos?
  • -Creo que sí, no estoy seguro de comprender una de sus palabras, pero comencemos. ¿Por dónde quiere que lo haga?
  • -Por donde usted mejor recuerde.
  • -Muy bien, comenzare desde el día que nos llevaron a las grandes aves de agua. ¿Le parece bien así?
  • -¡Perfecto! Soy todo oído.

Aún era de noche, lo sabía por el hecho que las pieles de nuestra choza no estaban iluminadas. Era una madrugada en la época de las hojas voladoras, entre el día diez o veinte del cuarto mes del año 1886. Es la primera vez que hablaré de la migración que cuarteo la existencia de mi familia, hasta su extinción.

Me llamo Hekáyka y provengo de una tribu del fin del mundo, una de las más antiguas que visitaron los “yeyeleum”, como padre llamaba a las personas que vivían dentro de las aves de mar, más conocidas en la actualidad como fragatas. Mi pueblo son los “Kawésqar” (seres racionales de piel y hueso) sería la traducción a su idioma. Somos un pueblo nómada que vivimos de lo que nos da “Xólas” (nombre dado al único dios supremo), nos encanta viajar por las “chaoah” (aguas, canales) cazar, recolectar frutos del bosque y pescar, tenemos como acto primordial-social a la familia, todo gira en torno a ella, es la enseñanza principal que nos otorgan desde “tshifkachoa” (niño pequeño), el respeto hacia la “chakipayanbí” (madre tierra) quien permite reconstruir todo lo que somos, nuestro dios Xólas nos entrega la vida, pero, sin chakipayanbí esa vida no progresa ni se erige como debe ser. También aprendemos desde tshifkachoa, el cuidado de todo lo que nos rodea; los animales, las plantas, “la payanbí, el chumbíl” (la tierra y el mar) y mantener hermanado al pueblo. Esas enseñanzas son muy valiosas y valorables para todos, porque mi cultura se basa en la unión de todas las cosas sobre la tierra.

Una de las fiestas en la que todo el pueblo se reúne, es cuando las mujeres de la tribu llegan a la edad con la que ya pueden elegir a sus hombres para procrear a los nuevos integrantes, se llama “yincihaua” y el significado en su lengua sería; dejar la niñez detrás y pasar a la vida de mujer de familia. Es una de las más grandes celebraciones de mi pueblo y comenzaba con un ritual dentro de una choza especial en donde las “amapouch” (niñas) se encerraban por largas horas con el cuerpo desnudo, totalmente pintado y con una fogata sin fuego, solo humo, para después salir a ahuyentar a los hombres que no eran correspondidos y encontrar al verdadero amor. Pero Tshakuun mi “chuaikl” (hermana) no lo pudo concretar, por el hecho que en ese mismo año que ella iba a estar dentro de la choza especial, fue el mismo en el que toda mi familia tuvo la migración forzosa.

¿Sabía usted que todas las migraciones son forzadas? No existen esas que son por decisión propia. Siempre es por culpa de “Ajajéma” (espíritu que encarna el mal)

Bueno, después de esa gran celebración también se encuentra la más importante, que es la transición de un “chuku” (chico) al paso de la madurez como hombre, guerrero y protector de las nuevas generaciones. En esa es por la que yo pasé, aunque no me di cuenta hasta mucho tiempo después.

Ymúbakta, mi padre, no pudo dormir en toda esa noche, esperando a los yeyeleum, que eran los que nos llevarían hacia el viejo mundo, como él nos explicaba. Chakipa mi madre, no dejaba de llorar mientras que juntaba nuestras ropas hechas de pieles de animales, y sin palabras en sus labios, ella simplemente nos abrazaba mucho, a Tshakuun y a mí.

Acompañados por el sol, llegaron los yeyeleum y nos comenzaron a gritar: “¡Vamos, vamos que ya es tarde!” – decían con un acento muy extraño. Todo el pueblo se reunió, pero los “onakirikkéné” (hombres con armas) no dejaban que se acerquen los “hekaye” (guerreros) de mi pueblo. Los gritos de repudio y odio de toda la tribu, se escuchaban alrededor, los hekaye saltaban, escupían y empujaban a los onakirikkéné, pero nada de eso sirvió, nos ataron de pies y manos, con sogas, como ellos llamaban a esas enredaderas muy extrañas, golpearon a mi padre fuertemente sobre su cabeza, lo tiraron al piso y mientras que él se retorcía sobre la costa con mucho dolor, arrastraron a mi madre y a mi chuaikl, agarrándolas de sus largas y finas “yeyer” (cabellera). Yo, con mis apenas trece años de vida, no pude hacer nada, simplemente me quedé inmóvil, duro, hasta que uno de los yeyeleum se me acercó, me gritó en la cara y apretándome muy fuerte del brazo izquierdo, me llevo con mi familia dentro de esa gigantesca canoa, llamada fragata. Padre, no tuvo la fuerza para verme terminar mi ritual de madurez, él falleció dentro de ese navío a la semana de zarpar, por las heridas de su cabeza hechas gracias a los golpes de los onakirikkéné en la costa. Tshakuun, tampoco sobrevivió, tras sufrir mucho daño en las repetidas veces que fue a visitar el camarote del vicealmirante, sangraba todo el día por debajo de su ropa. Madre y yo, fuimos los únicos que pudimos ver las gigantescas chozas del viejo mundo, que llegaban hasta el cielo, también conocimos las chozas especiales de ellos, hechas de madera y de unos finos palos muy duros, lo llamaban jaulas y miles de personas como los yeyeleum, nos visitaban todos los días. Hasta que, en una noche, la última vez que estuvimos juntos, madre, comienza a entregarse desnuda a ese sujeto odioso, gordo y repugnante, que cuidaba las jaulas, para después tomarlo de la mano y llevarlo lejos de mi presencia, pero antes de desaparecer de mi vista con ese hombre, ella me abraza y me pronuncio una sola palabra, con su voz suave y con sus ojos llenos de lágrimas: “Ehelech, ehelech” … (vuela, escapa)

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