DESDE QUE ME HE IDO

DESDE QUE ME HE IDO

Fran Nore

03/03/2020

Desde que me he ido todo ha sido diferente, cambiaron mucho las cosas, como era de esperarse. Cambió mi voz su tonalidad, mi rostro sus facciones, mi alma sus anhelados deseos. No soy el mismo de antes y mi presente no es el mismo que anhelaba. Cambiaron los espacios, las personas, cambiaron las metas propuestas.

Mamá me esperaba en el comedor para la cena, impasible y reacia, con una sensación eterna de soledad, mi prima Susana ahora no estaba refugiada entre mis brazos, los nenes ya no jugaban en el patio asoleado, hasta los gatos emigraron de tejado.

Todo se había transformado en ausencia, en una dolorosa ausencia que me recordaba que estoy detenido en el tiempo en cuerpo y alma, que no soy ese hombre emotivo que antes amaba lo que tocaba, que no existo sino en las raídas páginas de un álbum familiar archivado en una olvidada gaveta.

Me he demorado tanto luchando contra mí mismo y contra todo por permanecer en este incómodo lugar donde pocas personas me aceptan.

Vivía en una casa mediana depositada en las desnudas arterias de una miserable ladera de comuna, fría e inaccesible en medio de una cadena de riscos filosos, ubicada en un barrio pobre de la urbe más contaminada de un país tal vez acogedor donde solían pasar cotidianamente sombras inanimadas, sombras de seres cansados que emigraban de un territorio a otro depositando en el suelo sus heces para apropiarse del terreno ocupado. Una posesión en un país que no nos pertenece, pero que hacíamos nuestro. Me hostigaba en habitar lo ajeno.

Ya no sirve de nada, o tal vez sirve de mucho estar acá en esta ausencia que duele.

Cuando me propuse regresar a casa esperé encontrar a mis parientes y mascotas, pero recordé que el tiempo no daba segundas vueltas. Y me recibió un viento helado al abrir la puerta de la casa abandonada.

No estaban los seres que anhelaba encontrar, sólo permanecía yo como una derruida estatua, absorto, desmembrado en recuerdos sosos.

Regresé desde tan lejos tan entusiasmado y con un viso de alegría por mirada. Vengo, venía, iba, todos los verbos se juntaron en mi travesía.

No quedaba sino la sorprendente angustia de ver todo metamorfoseado. Mi madre seguramente se había cansado de morir sentada a diario en el comedor vigilando mi plato con comida putrefacta. Y mi prima Susana exhausta de no verme llegar a abrazarla. Y los chicos aburridos de sus remascados juegos detenidos en la memoria del patio soleado en la tarde aquella, tal vez ya eran obreros en fábricas malolientes.

Y de consuelo, cargando esta pesada maleta donde guardaba fotos y diarios y memorias automatizadas, que tampoco me servía ya de mucho.

Regresar, irme, devolverme en el espacio, en el viaje primero y último, sólo proporcionaba que enredara más los verbos de mi vida: renacer, retornar, reconstruir los olvidos, volver a la realidad súbita.

Lo cierto es que abandoné mi cueva prestada por unos meses en una ciudad intolerante, los pobladores empezaron a sospechar que era de otro rancho cuando pronunciaba un amable saludo. Sabían que era un forastero de cara magra y ojos tristes de almendra.

Mi casa quedaba en la ladera, la ladera en el azotado monte del barrio, el barrio en la inclemente ciudad, la ciudad en el estado marginado por el gobierno. No habían políticas razonables y acertivas para todos los que cruzábamos la frontera. Sólo puestos de vigilancia y control atendidos por policías malhumorados.

Mas sin embargo, dejé el país fronterizo con la sensación de estar roto. Y me aventuré por caminos que no conocía con el propósito de regresar a casa. Pero mi casa también era un espejismo de las rutas infrecuentes.

Entonces como perdido arrastraba mi maleta, mis pies, mi corazón resquebrajado, mi nostalgia como una vieja santa recordándome que el ayer es hoy y siempre.

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