-!Ya casi estamos en casa, Luz!- exclama una y otra vez Bernardo, emocionado al ver el rimero de luces que cae colina abajo. Entretanto, su mujer y sus dos hijos en el asiento trasero del taxi, dormitando.

Atrás veintitrés años en «el Uruguay» que se dice pronto y se vive rápido. Luz que se despierta, con la marca de una doblez en su rostro y los nervios devorando su estómago, azuzados por los bruscos giros de volante del taxista.

El señor: unos cincuenta años mal llevados; cigarro entre sus dedos índice y pulgar y otro tras la oreja; voz ronca y un acento gallego marcado. Al poco de partir ya se interesa por la procedencia de sus pasajeros y una vez obtenida la información apuntilla. «En Montevideo teño yo un curmán. Jacinto Souto. ¿O coñoces?»

Había sido un largo viaje desde Montevideo. La última singladura que les había tenido treinta días cruzando el océano con sus dos hijos, sus enseres y una gran maleta cargada de nostalgia. Al fondo se había despedido la rambla, la misma que en 1946 se dibujaba a lo lejos bajo el difumino de una niebla espesa apenas el barco se aproximaba a tierra firme.

Dejaron una España de posguerra y hambrunas. Hambre de paz. Ella: apenas sobrepasaba la veintena cuando aceptó irse de la mano de su desposado, él: un joven cansado de una vida con sabor a tierra y sudor.

Ambos tenían historia en sus manos, relatos del campo, de la vida entre reses que debían llevar de aquí para allá y viceversa.

De retorno, el Uruguay en sus memorias y las arduas horas de trabajo en los surcos de su pieles. No volverían como otros, conocidos como indianos, con los bolsillos llenos de riquezas e ideas, no. La enfermedad de una madre bien requería mover cielo y tierra, y al final, con tal consigna en su cabeza, el viaje se fraguó cruzando el mar en un gran barco, similar al que veintitrés años atrás les había alejado del que hasta entonces había sido su hogar.

– Son trescientas pesetas. – La voz del taxista saca a Luz de su ensimismamiento. Bernardo que si «quédate con la propina» y el taxista que amablemente finiquita la conversación con un «graciñas y que no haya novedad», algo así como «que todo vaya bien».

Luz observa a lo lejos la figura recortada de un hombre junto a la cancilla de la casa familiar. A medida que se aproxima reconoce un rostro familiar bajo una lluvia fina que nosotros, los asturianos, llamamos «orbayu». El joven, de unos treinta años, alto, robusto y de apariencia afable, le sonríe. Por fin, a un saludo de distancia, distingue en su semblante el mismo rostro del hermano del que se despidió cuando éste apenas era un adolescente. No cabe duda, es Luis, el menor de los hermanos, ya convertido en todo un hombre. Entonces, un abrazo que silencia el pueblo, miradas que lanzan «te quiero» al suelo a ritmo de lágrima y por fin, brotan las palabras: «!Cuánto os había echado de menos!».

La pareja, con los dos pequeños a su lado, entra en la casa. «Todo sigue igual» musita Luz para sus adentros.

Sobrecogida por la emoción respira, tratando de atrapar todos los aromas guardados en veintitrés años de ausencia. Sus pulmones se cargan de sentimientos y recuerdos. La pituitaria y el corazón trabajando a destajo, hasta sentir la esencia dormida de su hogar, que le produce un cariño, un afecto y un amor irrefrenable.

Al fondo, su madre, sosteniendo lágrimas que llevan veintitrés años esperando.

De nuevo un abrazo, un beso y un te quiero.

– Ya no nos iremos más mamá.

Porque ahora sí, tras tantos años…

– !Por fin estamos en casa!

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