El tren disminuyó su velocidad, aceleró, volvió a ir lento, luego de prisa otra vez. Al fin se detuvo.
Un montón de gente saltó desde el techo, ocultándose hasta por debajo de las piedras. Camila miró a su padre, que con rostro cansado y pocas energías, saltaba del vagón. Cuando Rommel cayó, sintió un dolor agudo en los talones que le rechinó hasta las rodillas, incitó a su pequeña hija para que saltara, estirándole los brazos, poniendo fe en que la atraparía. Camila no dudó un solo segundo en arrojarse a los brazos de su padre, cayendo entre sus ya cansadas manos que se aferraban a sujetarla. Sonrió, no dejaba de ser una niña y ver todo como un juego, así que se le escapó una risa de felicidad, entre el ambiente de mal augurio que podía respirarse.
— ¿Ya llegamos papi? — Preguntó con voz dulce e inocente, mientras su padre la bajaba al suelo.
— Todavía no niña, falta lo peor — respondió el áspero padre.
Pisaban las polvorientas tierras fronterizas, caminando por México mientras divisaban los Estados Unidos, se acompañaban de un centenar de gentes que aunque no se conocieran, estaban unidos por un mismo objetivo… cruzar.
— Necesito que pongas atención Camila — dijo Rommel, apretando la mano de su hija —. Quiero que corras sin mirar atrás, debes continuar incluso si no me ves a tu lado, cuando estés a salvo y si yo no te acompaño, busca esta dirección — decía mientras ponía un papel arrugado en su mano —. Tu tío te estará esperando ahí. No olvides ser valiente y jamás olvides que te amo.
A Camila se le escapó una lágrima, la cual dejó que corriera por su mejilla como un río, hasta caer, humedeciendo la calurosa y abochornante arena del desierto. Rozaba los siete años y ya había vivido en carne propia el horror de “la bestia”, cuando subió al maldito tren con sus padres y su abuela, en su natal Guatemala.
Varios días atrás no hubo mejor opción. Cargaron en sus hombros lo necesario y esperaron bajo la sombra de un árbol, a un costado de las vías. Trepar no fue difícil, lo complicado fue hallar un lugar donde sentarse; estaba repleto de niños y sus peluches, padres y sus equipajes, ancianos y sus cansados rostros.
Fue en el penúltimo vagón, donde encontraron refugio, a lado de una familia salvadoreña y otros solitarios viajeros.
Sucedió, cruzando la frontera con México, que los miembros de un cartel asaltaron el tren. De cabo a rabo despojaron de sus pertenecías a todo el mundo, pero la abuela, no daría su collar por nada, era más que oro, un amuleto de la suerte que pertenecía a su bisabuela y algún día, sería de Camila. La amenazaron, pero no se intimidó. La golpearon, pero no cedió. El cañón de un Ak le rozaba la nuca, pero no rompió en llanto. El impacto de una bala destrozó la mitad de su rostro y antes de caer al suelo, le arrancaron el collar. Camila se llenó de miedo y rabia, que se convirtió en tristeza cuando miró a su padre arrojar el cuerpo de la abuela, en una que no era su tierra.
Al principio, los problemas no iban más allá de los rayos de sol que quemaban y las ráfagas de viento nocturnas que provocaban escalofríos; los asaltos constantes se llevaron lo que de valor había, y cuando no hubo nada por robar, se llevaron a las mujeres más jóvenes, entre ellas, la madre de Camila; dio la bendición a su hija a quien no volvería a ver, e intentó consolar el llanto de su esposo, pero entre forcejeos y golpes, la arrebataron de su familia. La peor de las preocupaciones vino luego de varios días, cuando la comida se acabó y las riñas eran a muerte por conseguir alimentos.
Con la nariz rota, los labios partidos y algunas heridas en la piel, Rommel alimentó a su hija, ya fuera por algún alma caritativa o por pelear por ella, pero consiguió comida y Camila no tuvo el estómago vacío en ningún momento, aunque su padre sí.
Todo suceso los llevó a ese momento, el decisivo. Entrelazados de las manos, dando pasos veloces a través de las pesadas arenas. Ahí cuando a naciones separadas las unía un mismo objetivo, cruzar la frontera. Docenas de cuerpos caían al suelo sin vida por los impactos de bala, disparados por las armas de antiinmigrantes, el resto seguía corriendo. Como si alguna fuerza celestial decidiera quien merecía continuar y quien caer en el intento, quizá la suerte, tal vez el destino.
Aunque sus manos se soltaron, no se detuvieron, Camila solo iba unos pasos detrás de su padre, él miraba de reojo de vez en cuando. Estaban cada vez más cerca, olía a hamburguesas y hot dogs, quizá ese era el hedor del sueño americano.
Se detuvo, sin pensarlo. Una corazonada. Los pasos de Camila ya no le seguían. Su pequeño cuerpo yacía tirado sobre la arena, con agujeros sangrientos por toda la espalda. Rommel regresó, arrancó de su mano tibia la dirección que le había dado antes, acarició su cabello y se marchó. El gran sueño estaba a unos pasos.
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