Inalcanzable horizonte

Inalcanzable horizonte

Las autoridades someten a los emigrantes a férreos controles para impedir que mujeres casadas sin permiso marital, muchachos en edad de ser llamados a filas o delincuentes reclamados por la justicia abandonen el país.

Casi todos los que están en la cola de embarque son hombres jóvenes y solteros, casi todos jornaleros o braceros que, como José, huyen de la miseria en busca de un porvenir mejor.

Avanza la fila. Es un paso más, uno más… José casi puede tocar la barandilla de la pasarela de acceso que los emigrantes cruzan con cautela, para no resbalar en la chapa mojada por la incesante lluvia. Y es que hace días que en este puerto el sol solo se ve en el emblema del uniforme gris-verdoso de los carabineros, en el que aparece un sol que surge con todos su rayos del horizonte.

José saca la cartera y busca sus papeles. Después tiene la precaución de volver a guardarla en lugar seguro. Con los ahorros de años se costeó el pasaje y con lo sobrante, que no es mucho, tendrá que hacer frente a todos los gastos subsidiarios hasta establecerse en América y no va a permitir que un carterista, que son multitud en el muelle, acabe de un plumazo con sus sueños

Cuando por fin entra en el puesto aduanero, un agente lo cachea en busca de armas; registra el bolso de mano; examina la cédula personal de identidad… Todo está en orden. El funcionario estampa un sello en el documento de embarque y José respira aliviado: ya puede pasar el control y subir al bote que lo llevará al Victoria, que tal fue el nombre con el que se bautizó al vapor que habrá de llevarlo a América.

Desde el bote se tiene una imagen panorámica del muelle. Gradualmente, conforme se aleja hacia la dársena, se atenúa el barullo de los marineros chispos; los cánticos de los vendedores ambulantes; el ajetreo de los trabajadores portuarios; el murmullo de los emigrantes que todavía aguardan para embarcar y el vocerío de familiares y amigos que se despiden ondeando pañuelos blancos en el aire. José da la espalda a aquel proscenio que se torna a cada instante más enmudecido y acuarelado. Ahora el único sonido predominante es el del embate del agua sobre la chalupa y el graznar de las gaviotas que revolotean histéricas a ras de las aguas crespas. Ahora sus ojos tratan de abarcar toda la extensión de eslora del barco, en cuyo costado, con tipografía algerian, está rotulado un nombre. José, como es iletrado, no puede leerlo, pero sabe que ahí, en esa conjunción de letras, debe poner “Victoria”.

De repente a José le invade cierta congoja al pensar que en un instante se hallará a bordo, rumbo a un futuro incierto, a más de cinco mil millas de su tierra. Y que el navío, suntuoso como los edificios que viera una vez en la capital, no será sino una cáscara de nuez flotante en la inmensidad de la mar océana.

Desde el barco despliegan una escalinata metálica. José, auxiliado por un grumete, sube a bordo. En cubierta un oficial aconseja a los pasajeros sobre los lugares donde ubicarse, así como las medidas más apropiadas a seguir para hacer, lo más llevadero posible, un viaje nada lúdico, cuya duración está estipulada en unos veinte días. Si vomitan deben hacerlo en un pañuelo que lavarán inmediatamente; se cuidarán de llevar en el equipaje de boga exclusivamente vestidos, ropa blanca, objetos de uso personal y de trabajo, nada de bebida o comida que pueda dar lugar a gusaneras. Les alertan de no caer en la tentación del juego, pues nunca faltan a bordo los fulleros que desvalijan en un santiamén a los incautos que quieren probar suerte. Les recomiendan que se abstengan de tomar alcohol o, en su caso, que lo hagan con moderación, no solo para evitar contiendas, fácilmente inflamadas por los vapores etílicos, sino también por no agravar las náuseas. Y les conminan, para que, una vez que haya zarpado el barco, se dirijan, provistos de la silla de viaje, que cada uno debe llevar consigo, a los sitios escogidos. Y que lo hagan de forma pausada y ordenada. Todas estas recomiendas las repite el oficial a cada nueva tanda de emigrantes que sube a bordo.

Es hora de zarpar. Sueltan amarras, levan anclas, se ponen en marcha los ruidosos motores, suenan con estruendo las sirenas. Una esquinada columna de humo escapa de la chimenea y se destrenza en hilachos que quedan enredados en los ocres tejados de la ciudad.

Los emigrantes están hacinados; la higiene brilla por su ausencia, el olor de las bodegas es nauseabundo; insufrible el ruido de los motores; el calor es sofocante. Apenas es posible dormir debido a la humedad de las literas y al olor hediondo de las aguas menores y mayores que los desaprensivos van dejando doquier. Nada cómoda está resultando la travesía. José piensa que tanto padecer acrecentará la sensación de felicidad cuando arribe al soñado paraíso. Pero el destino tiene reservado otros aconteceres para este pobre emigrante y para todos los que a bordo están.

Es noche cerrada y llueve. La mar está picada. Soplan fuertes vientos del sudoeste. Debido a las inclemencias del tiempo el vapor está fuera de su curso y embiste violentamente contra unos arrecifes rajándose el casco a la altura de la sala de máquinas. El agua entra en tromba. Revienta la caldera. Se anega la nave con agua hirviente. El barco escora a estribor y a proa impidiendo que se lancen los botes salvavidas. Los que no mueren abrasados se ahogan en la mar bravía.

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