Se quiebran las costumbres

y se escandalizan las gentes:

cuatro flequillos musicales

han llegado de improviso

y nos envuelven con ritmos

y melodías desconocidos,

surgen bailes nuevos

y saltos alocados

con la música como excusa

y la juventud como motor.

Pero también son tiempos

de boleros y baladas,

de Panchos, Plateros y Ray Conniff.

De danzas de cuerpos muy unidos

en murmullos y silencios

en los que solo caben dos.


Las rimas ingenuas de Becker

inspiran nuestras plumas juveniles,

de las que germinan toscos sonetos

con más candor que talento.

Los versos insinuantes de Neruda

dan alertas al sexo adolescente

que por fin va despertando

del aletargado pacato familiar.


Son momentos de Cortázar, Vargas Llosa y Gabo,

de Fellini, Polanski y Bergman.

De las butacas

―en el fondo oscuro del cine―

rebalsadas de besos

que se inician tímidos

explorando la otra boca,

y luego,

al calor de la confianza,

animan la pasión en caricias ansiosas

que avanzan con sigilo

hasta la orilla del casto ¡stop!


Amores de los diecitantos años,

cada uno, el único,

promesas mutuas de eternidad

en un mundo solo para vos y para mí.

Acaso solo sean recuerdos gratos

engordados por el tiempo,

cargados de olvidos imperiosos para conservar la ilusión.

Nostalgias de lo que tal vez fue distinto.

O tal vez no ocurrió.


Es prudente que al evocar

las noviecitas etéreas

del ayer

lo hagamos con cautela,

no sea que hoy

las volvamos a encontrar.

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