En segunda persona, o casi

En segunda persona, o casi

#1. Metamorfosis

Cuando las puertas se cierren

y tu espíritu navegue libre

sin relojes,

¿qué vas a hacer?

¿Serás capaz de abrir ventanas, sacudir tierras

y dejar que el aire traspase tu interior?

Así quizás vos,

mujer líquida,

trasvasándote de tu cántaro

hacia otra piel.

Distinta.

Verás caer tus capas.

una

tras

otra

Y pesarás el tiempo solo con palabras

olvidándote de quién sos,

aunque sea por un instante.

Dejando que tu boca recoja

cuantas flores le quepan,

incluido tu nombre.

Y aprenderás que en los naufragios

se pierde todo

menos la arena y el frío

de saberse solo,

a la deriva.

#2. Desperate housewives

Temprano de mañana.

Comienza la requisa.

(La lista que a más de uno abrumaría con su insignificancia):

la vajilla por lavar,

las montañas de ropa pendiendo de una cuerda,

tu cama revuelta,

el sexo mal hecho.

Pilas de cosas que ya no te quitan el sueño:

las compras para la cena,

la plancha o la costura,

la verdad de la cocina francesa,

el amor insatisfecho.

Seguís en tu mundo paralelo

(Siempre habrá tiempo para hacer lo que no se quiere,

te repitís a vos misma).

Prendés un cigarrillo,

quebrás la dieta hipocalórica,

hoy tampoco vas al gimnasio,

No.

Y en algún lugar cercano,

otras tantas como vos,

copiándote

sincronizadamente;

           sospecho que en un ensordecedor silencio.

#3. Princesa mía

Mirá bien en qué te convertiste:

una princesa sin reino ni corona

que se asoma, una vez más,

a este agujero.

Tu rostro se deforma

en el agua estancada.

Acá, alto en tu torre,

nubarrones serruchan tus pupilas,

mientras tus dedos tocan

la campanilla

una y otra vez

llamando a gritos

al vacío.

Y llorás pensando que vaciarse

miles de veces,

no es cosa fácil;

salpicarse

con el propio miedo,

tampoco.

#4. Secreta Obscenidad

Sabés que existen pilas de bocas

esperando voraces

la hipocresía de tus sobras generosas.

Sin embargo,

masticás mandíbulas,

olvidás tu estómago y dejás que el tenedor

chirrie en la loza,

dibujando paisajes que solo son tuyos.

Mientras tanto la culpa en tus vísceras,

              (Si, te hablo a vos, gorda idiota),

muerde glotona tu voluntad

inútil. Entender el suplicio

de mirar al cuerpo en los espejos

implacables. Los pensamientos,

caballos rabiosos, bloquean

la laringe hasta ahí nomás.

Azotados,

indomables,

asqueados

de

todo

lo 

que

te

(des) habita.

#5. La inútil fragilidad de los relojes

Y llega el da en que el maldito cuco te espanta

arrinconándote en ese espejo

que ya no podés domesticar.

Quizás estuvo agazapado quién sabe cuánto tiempo.

Esperándote.

Pero ¿si ayer no estaba, ni anteayer, ni antes

de los ayeres que ahora pesan?

No sabés de dónde vino

con esos clavos entre sus pliegues

crucificando tus párpados

y haciendo florecer su flacidez en tus mejillas.

Quizás te pisó los talones

desde que eras tan pequeña,

princesita insignificante

que se esforzaba en correr

con alas de mariposa,

con tu cuerpo de sirena varada

entre dietas de hambre y rutinas de crossfit.

Quizás se ensañó contigo

por haber bien parido y mal vivido

como mujer y puta, indistintamente;

por haber cabalgado otros cuerpos,

por haberte creído las historias de caballeros y de hadas,

por haber comido poco y bebido todo:

huracanes, versos, músicas, licores,

los tragos amargos y los lujuriosos,

la vida misma.

Quizás no te perdona

las noches de insomnio y los sueños infantiles,

los días trabajados por cinco monedas falsas,

como promesas de amor eterno incumplidas.

Quizás fue testigo de lo que dejaste a un lado

agusanando con esmero paciente

algo muy tuyo indescifrable;

recogiendo tus astillas de orgasmos

fingidos a sabiendas,

imprimiendo cicatrices escondidas

pero vigentes.

Quizás se atreva a arrancarte aún más cabellos

y nieve tu cabeza antes altiva

con su tintura obscena, su make up vencido

y despliegue un pergamino que te es ajeno

en tus manos, garganta y vagina.

               La vejez es inmoral, decía tu abuelo,

               arrastrando sus pies

               enfundados en pantuflas de franela a cuadros.

Quizás tengas suerte y contigo mastique misericordia,

y no te deje recordar a esa princesa,

que se reía

de la inútil fragilidad de los relojes.

#6. Cuando Ana conoció a Moby

El día que dejaste de correr,

la torpeza del agnóstico me costó cara;

parece que le recé al santo equivocado,

o las estampitas estaban ya muy vencidas.

Sola, en la cocina creía verte sola,

bailando al son de tu voz que ya no puedo recordar,

Sé que era suave, de mezzo, ¿o era contralto?

(te dije: no la puedo recordar).

Poco importaba;

nada importaba. Ni entonces, ni ahora.

Cuando la luna te sorprendió olvidándote de cómo brincar,

Hermes caminó con pies de plomo;

algunas estrellas se cansaron de tanto agonizar,

unas escaleras perdieron sus peldaños,

los zapatos de tacón me resultaron indecentes;

las medias de seda, inútiles, superfluas.

No recuerdo tu voz, pero recuerdo esa vez

en que los médicos esculpieron tu falsa asimetría,

en que Ana fuiste Ahab; tu gangrena, una ballena

que arrasaba un miembro hasta la rótula.

Cuando mis versos

y mi alma

y mis dientes chirriaron,

supe que un bastón pesaba menos que el dolor,

que las muletas de Dalí no eran más de apoyo

y que la fortaleza

no se compra 

ni se hereda.

Fue en ese día maldito, que me visita por las noches

flagelando mi cuerpito de muñeca,

que quedé un poco renga de madre,

y vos, mamá, tan huérfana de pierna.

#7. El tiempo de las orugas

Solo las mariposas conocen

el destino de la espera.

Guardan

la paciencia del huevo

adherido a la hoja,

como beso a la piel y a la memoria.

Se alimentan de una esperanza

hecha de algodoncillos y

mienten con el descaro propio de los

lepidópteros.

Disfrazadas de gusanos

mentirosos,

escondidas en crisálidas

aún más mentirosas.

Ahí están ellas,

colgadas como péndulos en las ramas,

escurriendo sus alitas

insignificantes, majestuosas;

mirándose orgullosas en los reflejos

minúsculos del rocío;

permutando fugacidad por belleza.

Acá, vos,

la que se arrastra

sin paciencia

ni destino,

debés pelear por el sustento,

desovar con reticencia,

alimentar a tus larvas ,

y soñar,

soñar hasta las lágrimas,

con dolor, con vergüenza,

con la metamorfosis

que nunca llegará.

Tu madre decía que

la naturaleza es sabia; que

el tiempo de las orugas no sabe

ni de estaciones, ni de lluvias,

ni de espejos, tampoco

de encanto; que

se puede volar sin alas

deslizándose lento

camuflada entre las nervaduras,

arqueando de tanto en tanto

el lomo,

aceptando lo que se tiene

y lo ausente.

Quizás tenía razón.

y la naturaleza es así

de sabia, así

de cruel.

#8. Ciclo P

Gira ante tus ojos.

Remolino.

Amasa la espuma gris que enreda

el agua turbia y la estruja.

Todo en él se confunde, agitado.

Intentás descubrir las diferencias.

Los límites de su camisa a cuadros

que ya no es tan blanca

ni tan nueva.

La misma que perdió algún botón entre tus uñas.

Agregás más jabón en la gaveta

y te sentás en el escalón de mármol.

Tus ojos intentan descifrar

las vueltas que dieron estos años

en círculos eternos,

sinfines. Los gemidos,

de las poleas chirriando.

(¿Por qué el suavizante nunca es suficiente,

tan poco el perfume?)

Revuelta por minuto,

tu cabeza

acompaña el vaivén acelerado.

Ves las gotitas empañar la puerta

del cíclope made in China.

Ahora la remera de Paula,

te recuerda que ya no es niña,

ni vos tampoco.

Quizás debiste ser más hacendosa,

poner en remojo estas cicatrices

y dejar que el lavarropas

trabaje a destajo.

De vez en cuando,

cambiar una válvula

o generar inundaciones

donde volver a chapotear descalza.

De nuevo su camisa te sorprende:

se asoma, se revuelve,

se hace un bollo.

Solo esperás que al tenderla seque pronto

y,

junto con ella,

esa soledad llena de arrugas.

#9. Noctiluca

Cuando vas rumbo al trabajo,

el vagón se llena de parpadeos

titilantes.

Los rostros dormidos

parecen espejos de luces con gusto a IPhone,

menos el de esa niña;

el de la niña no.

La niña de trenzas

que proyecta su luz de sabia inocencia,

te muestra su esfera de cristal

y la sacude ante tus ojos sonriendo,

haciendo que mil estrellas doradas

aniden entre sus dedos.

Ella gobierna con su pulso

un mundo frágil, hecho de espuma,

muy semejante al tuyo;

ese donde solés boyar sin destino

extrañando la orilla que te libre del naufragio.

Te duele recordar que,

antes del tsunami y de las ausencias,

(cuando todavía eras una niña pez

y tenías el futuro entre tus labios),

vos flotabas casi despreocupada,

así, como ella.

Ahora solo te queda

este flagelo inútil que estirás como un látigo

buscando algo tierno de donde aferrarte

como un alga

o un verbo.

Sin embargo,

hay noches en que te sabes noctiluca,

un puntito refulgente

desembarcando en la playa,

vistiendo la costa con su encaje plateado,

sintiendo que sos parte de un trocito de belleza.

Entonces te olvidás del dolor,

de la fragilidad de tu vida

y de que tenías que bajarte

hace ya dos estaciones.

#10. Bocanada

Quizás ya no logres despegarte de su boca

o ni siquiera lo intentes.

Por si acaso,

(sos mujer de precauciones);

O porque se te antoja,

(y a veces niña caprichosa).

Sucede que guardás un secreto

que solo vos conocés.

Encontraste un pequeño orificio,

un intersticio

que huele a viento,

ese donde ancla tu nombre.

Ahí,

justo en la ranura de su comisura,

que despliega

para transformarte a su gusto.

Y es que sos arcilla entre sus labios,

los mismos que desabrochas

a escondidas

mientras duerme,

imaginando que sos su sonrisa

               que no es poco.

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