El transcurrir de algunas tardes es tan lento, el sol parece no querer morir, y ella se vuelve un alma atrapada en el hedor de la hora mala. Seis de la tarde, macho cabrío bajo el higuerón. Cuidado, advertía su madre. Pero aquí no hay higuerones, solo un vacío que le pesa, un no hallar su lugar tras haber echado cada cosa en su lugar. Mientras las cosas duermen, ella se agita, camina, sacude el cuerpo, da vueltas.
Una fecha en el calendario se termina. ¿Qué tiene de especial?
Nada.
Nada, como el resto de los días que le quedan a la válvula que, oculta en su seno infértil, indicará que su carne aún no se ha podrido.
A no ser que vuelva Él. Él, su bella verdad, su ídolo de barro. Calma la ansiedad revoloteando en torno a Él, su vicio favorito:
La comida del poco antes de la peste, inesperada, improvisada sí, pero teñida del anhelo, fe ingenua de que está hecho el hoyo que abraza la primera piedra.
La última vez que hicieron el amor. Sí, la última, sus cuerpos lo intuían. Vale decir que lo sabían desde aquella fugaz primera vez. La sombra del se acabó por torpezas de uno o la ingratitud del otro. Pero no fue sino lo imprevisible, ese látigo feroz, casi inocente por banal. Y quedaron disueltos a su antojo, kamikazes sin consentimiento.
Los besos que se dieron a escondidas cuando, en su último encuentro, inoportunos ojos les obligaron al pudor. Esperaban oficiar pronto su rito. Como antes. Como antes los abrazos color púrpura, nostalgia de un tercero inalcanzable, ido hace poco, o quizás hace ya mucho. ¿Sabrás que lo nuestro reposaba entre pétalos de flores tristes? -Pregunta ella, elevando sus ojos al viento.
Y ahora qué, me digo yo. Y ahora qué, te dices tú. Nos obligamos resignados a la espera. Como niños a los que se les ha escapado el globo de las manos, con el temblor del castigado, nos sentamos cada uno en su rincón. Y cruzamos los dedos por nosotros dos, suplicamos a los dioses por nosotros dos. Que la niebla nos permita aproximarnos. Que las máscaras caigan y por fin nos alcancemos. Por fin.
¡Basta! ¡Basta! -Se recrimina ella.
Se fija en la mesa, una mosca se desliza entre los restos de comida. Un escalofrío de repente. Y la persigue gritando:
Deshacerme de ti
deshacerme en ti…
maldita mosca expiatoria
Pero la mosca no se deja atrapar, ensaya algunos bailes frente a ella, escapa. Toma asiento en lo más alto, levanta sus manitas, aplaude y la mira con chanza. “Eres tan minúscula…” -le dice-. “Ridícula”.
No se deja… -murmulla entrecortada ella-
A mí, en cambio, los manotazos del infierno empiezan a darme vértigo.
Abandona, ella, las alas, cierra las antenas. Sus dos faros escurren gotas transparentes. La brújula se le apaga. Cae lentamente queriendo descansar en lo más negro, allí donde la arrastran las Madres del abismo.
Un leve rascar en su frente la devuelve
a la superficie
y he ahí la mosca
“Resiste, hermana, resiste…”
Imagen: Dalí, La persistencia de la memoria.
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