Es aún bien temprano cuando el anciano llega a su banco favorito, en el paseo, a la sombra de un falso plátano. Lleva en las manos su más preciado tesoro, envuelto en un grasiento papel de periódico: la sarta de churros que venden en la churrería de la esquina, atados con un junco, crujientes y relucientes de aceite y azúcar. Ya no los hacen así, ya no saben igual. Sólo en la churrería del barrio siguen siendo los de siempre.
La rutina diaria ha comenzado antes, al entrar en el establecimiento. Al anciano no le gusta esperar, y vocifera a las señoras que, según él, están ahí sólo por el palique. El tendero, que le conoce, sabe cómo aplacar los ánimos, y le tiende el pedido diario, preparado de antemano en previsión de su llegada, a través del mostrador. Su sonrisa siempre consigue deshacer la tensión. No hay un por favor, ni un gracias, pero se nota que ese pequeño gesto es como un bálsamo para el constante malhumor. Hasta el paso del anciano, encorvado sobre su bastón, parece ahora más ligero.
Sentado en su banco, le da igual que la grasa le manche los pantalones, las manos y los puños de la camisa, incluso que le empañe las gafas. Ya hace tiempo que no se fija en esos detalles, por mucho que la moza esa que parece estar siempre en casa ordenando y rezongando se lo repita mil veces. Habla raro la chica, tan raro que no hay quien la entienda, y siempre le está regañando, así que hace tiempo que dejó de escucharla. Incluso cuando le persigue con las medicinas, amontonadas en una cajita como cuentas de colores que suelen acabar derramadas por el suelo.
Mientras come, va ahuyentando con gritos y amplios movimientos de su bastón por igual a las palomas, los gatos y esos perros tan antipáticos que pasean las señoras, a sus ojos igual de antipáticas que sus bichos malolientes. Tienden a tomárselo peor las señoras que los perros, sorprendentemente, aunque el bastón no vaya dirigido a ellas. Como la mayor parte de gente del barrio, a excepción del joven de la tienda de churros y su sonrisa permanente, no parecen tenerle mucho aprecio. Tampoco es que le importe mucho.
No tienen ni idea, en realidad. No saben nada de él. Ni siquiera sobre aquellos años remotos de la posguerra, cuando no había nada de comer, pero él siempre se las apañaba para robar una hogaza, unas frutas o una gallina, según se diera de bien el día. Siempre en algún pueblo vecino, eso sí, que en el propio estaba la familia y los amigos, y a esos no se les roba, por decencia. Volvía a casa como un héroe furtivo, ocultando el botín hasta tener la puerta bien cerrada, y su madre se ocupaba de cocinar sin que se escapara el olor por las rendijas, que si no ya había bien de niños pidiendo una tajada a la puerta en cuestión de segundos.
Incluso entonces le parecían pesados, los niños, y eso que él también lo era.
Las cosas mejoraron poco a poco, y los domingos empezó a haber churros. Era día de fiesta, el mejor momento de la semana. El tendero sonriente aún ni había nacido, pero aquellos churros también sabían a respiro, a vida, a momentos únicos que iluminaban y unían alrededor de la mesa del desayuno, antes de misa.
Tampoco saben que él de joven fue alto y aguerrido, el mozo más admirado del pueblo, el que mejor llevaba el rebaño y más rápido escalaba los riscos. Anda que no le habrían admirado entonces. Incluso un año ganó el concurso de lanzamiento de azada, por una diferencia enorme con el tío Gumersindo, hasta entonces invicto. Fue tan sonada su victoria que hasta la Felisa se acercó a hablar con él, para envidia de todos, y le aceptó un trozo del queso de la tierra que le habían dado como premio.
La Felisa. Dónde estará ahora la buena mujer. Era tan bonita, con su pelo largo cobrizo cayendo sobre los hombros y sus ojos llenos de chispas. Hasta que la casaron con el más bruto del pueblo y no la volvió a dejar salir. Está tan lejos ya.
Luego vino Madrid, los trabajos interminables, el cansancio, la edad, el barrio cada vez más lleno de perros impertinentes. Aun así, a los buenos vecinos siempre sacaba tiempo para avisarles si se habían dejado alguna ventana abierta. Para que no se te cuelen las palomas, chico, que te destrozan la casa. Ninguno de ellos está ya, y los nuevos no merecen su atención.
Acabados los churros, el anciano se encuentra de vuelta en su banco, con sus palomas, sus perros, sus manchas de aceite y su bastón. No son ni las nueve. Le queda un largo día por delante, pero sabe que, si aún queda un mañana, sus churros le estarán esperando.
OPINIONES Y COMENTARIOS