Era huérfano. Se crío en un orfanato y, como nadie quiso adoptarlo, le tocó afrontar la realidad de la calle a la corta edad de 16 años. Pero no solo sus padres lo habían dado la espalda, sino que la sociedad también. Le negó a aquel pequeño nómada una oportunidad. La inmensidad de Buenos Aires le resultó abrumadora, demasiado grande para estar solo. Pasó los primeros meses buscando trabajo. Estaba cansado de comer de la basura. Le dolía la panza y el alma. Tenía frío y necesitaba la calidez de un abrazo. Sensación que nunca conoció, pero sabía que la necesitaba. Lloraba a luz de luna y en compañía de la soledad. No era su culpa. No, para nada. Pero, ¿Por qué tenía que padecer todo esto?, se preguntaba. Veía a los niños felices, riendo, algunos se quejaban por cosas que a él le parecían insignificantes. ¿A quién carajos le importa si no tienes el último celular? Tenían abrigo y comida. Él hubiera sido tan feliz solo con eso. Moría por gritarles en la cara que eran ricos y no se daban cuenta. Pero tenía miedo, les temía. Temía que se asusten y llamen a la policía. Temía ser golpeado por un grupo de adolescentes ebrios. No, no otra vez, por favor. Vivía sus días tratando de sobrevivir. Las personas se aterraban cuando lo veían, se cruzaban de calle o lo miraban con indiferencia. Se había convertido en un monstruo solo por nacer en condiciones distintas.

Comenzó a odiarlos, ¿Por qué eran crueles? en el fondo él era como ellos. Él también era una persona, aunque creía que los demás no lo percibían como tal. ¿Por qué a pesar de la indiferencia seguía intentando agradarles? ¿Estaba bien ser como ellos? ¿Merecían lo que tenían? Definitivamente no. Eran desagradecidos, repugnantes. Salvo algunos pocos, oh si, ellos sí que merecían piedad. Como aquella señora que le había regalado un almuerzo hacía un tiempo. Pero el resto no, el resto merecía el castigo. Eso era lo justo, la justicia.

No le costó mucho conseguir ese cuchillo, su primer compañero. Con él logró sus primeras hazañas. Experimentó por primera vez el éxtasis de salir victorioso. Tuvo por primera vez la panza llena de comida rica.

Pasó el tiempo y reemplazo su viejo cuchillo por una pistola. Palpó el poder en sus manos. Ahora la gente le temía con justa razón. Le gustaba. Podía conseguir todo lo que quería. Tenía altas yantas -zapatillas para los demás- y nunca más pasó hambre. Pocas veces tuvo complicaciones, era ágil y lograba escaparse la policía.

Perdió la cuenta de a cuanta gente había asesinado. Aunque al principio le costó. Jamás pudo borrar de su cabeza el recuerdo de esa noche. El grito desgarrador de aquella mujer que veía como su marido caía herido y pintaba el suelo del color de la muerte. Soñó con eso los primeros 6 meses. Luego pudo olvidarlo, así como se olvidó de sentir. Perdió las emociones. Ya no había personas malas o buenas, sino presas. Presas del miedo que infundía su pistola. Presos de su decisión, de si gatillaba o no. Lo apodaron “La parca del conurbano”. Era conocido por todo el país, aunque nunca nadie supo que se llamaba Kevin.

Su único amigo verdadero era Kira, un perro callejero (como él), que parecía pertenecer a la tercera edad, aunque tenía la felicidad de un cachorro recién nacido. Se habían encontrado, el uno al otro, aunque fue él quien dio el primer paso invitando a comer a aquel pobre y hambriento canino, y todo indicaba seguirían juntos hasta el final de los tiempos. Logró conseguir un refugio en el que habitaban ambos. Una casa abandonada hace vaya a saber uno cuanto tiempo. Tampoco importaba, qué más da, después de mucho tiempo conoció lo que era tener un hogar.

Aunque jamás pudo dejar de delinquir. Era su trabajo y estaba feliz. Quien no estaba feliz era la sociedad. Sentían miedo y odio a la vez. La peor de las combinaciones. El gobierno se propuso a poner fin a sus tiempos de delincuencia. Lo habían estudiado por mucho tiempo y sabían todo de él – por lo menos lo que necesitaban para atraparlo -. Tenían la orden de traerlo, vivo o muerto. No podía escaparse.

Así fue como el 14 de mayo a las 22:33 fue interceptado por uno de los móviles quien al instante de la voz de alto lanzó un disparo que le impacto en su brazo derecho. Comenzó el tiroteo, y aunque con demasiadas heridas de bala, logró salir victorioso de dicho encuentro. Corrió hasta su casa, cada paso le dolía más y más. Volvió a sentir miedo. Volvió a ser ese niño de 16 años. Solo que esta vez no le tenía miedo a las personas, temía morir. Tuvo la muerte frente a sus ojos y jamás le sudó la frente. Hoy era distinto, lloraba, sabía que quizá este sería el fin. Comenzó a marearse, la calle se hacía borrosa, iba a los tumbos y cada vez reducía más su velocidad. Llego a su casa y se desplomó en el piso. Aún estaba consciente, vio a Kira que se recostaba a su lado y se sintió en paz, acompañado. Sus ojos se cerraron.

Poco más tarde una vecina escuchó un llanto desgarrador y algo confuso para ser una persona y llamó a la policía. La policía acudió rápido al domicilio con esperanzas de encontrar alguna pista que les permita determinar la ubicación del prófugo. Pero fue más que una pista lo que encontraron. En la acera había un rastro de sangre que los condujo hacia una casa. Entraron con cautela, aquel llanto había cesado. Siguieron el rastro y ahí estaba, “La parca”, yacía muerto desangrado en el comedor de su casa. Y a su lado, velándolo, su único amigo.

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