“¡No cierres los ojos!”, el tiempo parecía suspendido en aquel ultramarinos perdido en un callejón. Todos callaban. Conchita zarandeaba al chico de cresta roja que tenía en el regazo.
Un cabeza rapada, navaja en mano, se erguía en medio del local. Fascinado, observaba como la sangre pasaba frente a sus Dr. Martens para ir a lamer la madera de la muleta de la antigua lechera. “¡Vamos, vamos, vamos!”, sus amigos, resurgidos del letargo, tiraban de él para llevárselo antes de que llegara la policía. “Puto anarca”, el neonazi buscaba razones para haber matado mientras era arrastrado por su grupo hacia la calle.
“Tú no te preocupes, que nos van a encontrar”, la mujer contenía con sus manos las vísceras que se escapaban del Rojo, “y padre no nos reñirá porque sabe cómo se asustan las bestias cuando escuchan un tiro”. Una mancha lenta iba oscureciendo los pantalones escoceses de aquel crío tirado en el suelo. “La pobre coja se ha vuelto loca”, uno de los punks habituales se enjugaba la cara con la manga mientras otros corrían a pedir ayuda. “Conchita”, el más guapo de todos, de labios finos y cierta autoridad en los pómulos, se arrodillaba tras ella y le cogía por los hombros, “el Rojo se ha muerto…”. Pero la lechera estaba lejos, en el bosque, era de nuevo aquella niña de diez años que intentaba mantener con vida a su hermano, en una lejana mañana del 38. Tres largas horas había tardado en morirse, en una soledad de pájaros, atravesado por el carro astillado con el que se habían precipitado barranco abajo. “Arreglaremos la carreta”, Conchita acariciaba la barbilla del muchacho, “habrá que sacrificar al burro, pero ya nos haremos con otro”. Los punks la miraban hipnotizados, su explosión multicolor teñía el silencio de aquella antigua lechería donde lo único que se vendía ya eran litronas. Conchita sintió como la pierna que perdió aquella mañana de verano le dolía de nuevo.
“Sois buenos chicos”, murmuraba siempre al cobrarles la cerveza, “si no bebierais tanto…”; después solía mirar ansiosa hacia el callejón, “los otros no, están llenos de odio”. El ambiente se tensaba como una cuerda de guitarra cada vez que los skinheads se acercaban a marcar el territorio. Ocurría cada dos o tres meses, cuando se habían cansado de sembrar el terror en otros sitios. El silencio se apoderaba entonces del callejón y los punks que no habían podido escabullirse por la esquina, quedaban atrapados en el interior de la lechería, a merced de los recién llegados. “Tienes la tienda llena de basura”, así saludaban a Conchita, señalando con su cabeza afeitada a las crestas que se habían quedado rezagadas. “¡Aquí no quiero líos!”, la mujer defendía a sus chicos enarbolando la muleta. “Tranquila, vieja”, las malas bestias se servían libremente dentro del mostrador, retando con la mirada a la fauna variopinta atrapada en el local.
La cosa no solía pasar de un par de bravuconadas pero, aquella tarde de junio, el Rojo no se pudo aguantar, “¿no tenéis otra cosa que hacer que venir a robar cerveza y fastidiar a la lechera?”. El cabecilla de los neonazis se adelantó, “a mí me parece que lo que le molesta son las cucarachas que se le cuelan todos los días por la puerta”, la esvástica tatuada en el cuello se movía al compás de su nuez, “¿quieres que te libremos de la escoria?”, esta vez miraba a Conchita. “¡Se acabó lo que se daba!”, la mujer se interpuso entre ambos, “¡todos fuera!”. “No te metas donde no te llaman, abuela”, el cabeza rapada empujó a Conchita, derribando la muleta y haciéndole tambalear sobre una sola pierna. Verla caer al suelo, tullida, y encararse con aquella mala bestia, fue todo uno. Pero Conchita tenía razón, estaban llenos de odio, y una navaja entró en el cuerpo del Rojo antes de que nadie se diera cuenta. El chico no sintió dolor, tan sólo una debilidad extraña en las piernas que le llevó a reunirse en el suelo junto a la lechera.
Conchita le abofeteaba desesperada, “¡que no me cierres los ojos, que me enfado!”, las sirenas se escuchaban ya a lo lejos, pero los ojos del Rojo se cerraban definitivamente y ya no quedó más que cantarle una nana, suave, entrecortada, como la que resonó durante tres horas en el bosque, aquella mañana de verano del 38.
(Inspirado en la antigua lechería de la Calle de Santa Eulalia, Valencia, reconvertida en los años 80 en un ultramarinos de venta de litronas a grupos de punkies y skinheads)
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