Era pronto, aún era de noche y no se intuía por dónde vería salir el sol. Aunque se podía echar un cigarro dentro del ‘Pipers’, la agotada y bastante borracha Elena necesitaba un respiro del humo de los demás. Bocanada de aire fresco, guantes en las manos, bufanda y mechero. Chisca y prende su ‘Lucky’ y repite bocanada, esta vez llena de nicotina y a saber cuanta mierda más.

Un pesado se acerca al verla sola pero antes de vomitar su estudiado discurso de ligoteo preparado, precocinado y absurdo le lanza una mirada contundente y efectiva. Serán las 5 de la madrugada de un jueves, ya viernes, en los que cuesta espantar moscones pero ha habido suerte.

Elena se centra en su objetivo, descansar sus oídos de la música a todo volumen y darle esperanzas a un cuerpo maltratado de una pronta retirada. Sin quererlo se pone a canturrear uno de los himnos actuales de su generación.

«Vivo más de noche que de día, sueño más despierto que dormido…». El estribillo del tema de ‘La Fuga’ define al comportamiento de muchos integrantes de una generación que algunos llaman «perdida», otros «X», «Y» o a saber qué etiqueta. El olor a orina de un callejón perpendicular a la Calle Miñagustín le hace pensar que eso también les define, aunque de una forma mucho menos artística. Ella, como muchas otras chicas y chicos, salía… o no entraba, sobre todo de noche. Una misión vampírica en la que la sangre se sustituía por cerveza, calimocho, chupitos y copas de alcohol de dudosa calidad.


Mirada al cigarro. Estaba mediado, un par de minutos más antes de volver a un cuadrilátero disfrazado de pista de baile. Justo entonces volvía el pesado «número uno» acompañado de un «número dos» más confiado en sus métodos.

– ¡Ey! ¿No tendrás un cigarro?

Bien, acercamiento estúpido donde los haya. Miro al número dos un instante con gesto aséptico, al «número dos» con pena y a mi cigarro con cariño. Repito la secuencia otra vez y finalizo con un neutro: «Sí, éste». El incauto ligoncete no cesa y después de una falsa pero sonora risotada toma un atajo.

– Muy bueno, sí, muy bueno. En serio, que solo quiero un pitillo. Te invito hasta a una birra por no pillar un paquete más, que paso de fumar más y de que me anden gorroneando los colegas. Aunque bueno…

Ahí desconecté. Lo cierto es que podía completar el resto de su discurso sin miedo a equivocarme. La canción seguía en mi cabeza: «Bebo más de lo que debería. Los domingos me suelo jurar que cambiaré de vida». Y sin llegar al domingo. En noches así lo pienso antes de acostarme y eso que tampoco he cumplido con la parte de haber bebido demasiado. Pienso en el tiempo perdido por haber salido un día que no quería hacerlo, que no necesitaba hacerlo y que no me ha servido para nada.

Mientras soportaba la chapa del pedigüeño con ínfulas de ligón recordaba el motivo por el que llevaba toda la noche recorriendo la mitad de los garitos de Salamanca. Mi compañera de piso me había pedido, suplicado e implorado que saliera porque no tenía nadie con quien ir a perseguir a un chaval que le gustaba. Y allí estaba yo gastándome el dinero destinado a fotocopias en tabaco, alcohol y el necesario bocata de madrugada.

Decidida a no aguantar más frases vacías solté un borde «perdona, me esperan» y me fui hacia la puerta del bar. Obvié la respuesta de machito (el «número dos») que, por fortuna, hizo caso a su amigo (el «número uno») que le pedía que me dejara en paz.

En la puerta me topé con otro portero diferente al que había cuando salí. Su «ya estamos cerrando» me hubiera molestado pero me vino bien. Mi compañera había cumplido su objetivo de localizar y engatusar a su futuro exrollete. Parecía un buen tipo y estaba con una buena panda de tíos y tías así que no corría peligro dejarla sola.

Esa reflexión sobre su seguridad me llevó a la siguiente… sobre la mía. Desde allí estaba a dos minutos de casa. Durante meses pensé que el Piper me pillaba fatal y que estaba lejísimos pero el primer día en el que no bebí como si no hubiera un mañana descubrí que solo tenía que cruzar un par de calles.

Había gente por la calle, pero estaba sola. Mientras caminaba en dirección hacia mi piso busqué el móvil en el bolso, coloqué las llaves entre los dedos y saqué otro cigarro para el trayecto. No llevaba ni dos metros cuando escuché una tímida voz:

– Si quieres te acompaño. De verdad que no busco nada… Es que… Tengo ganas de irme y me da cosa que por nuestra culpa te encuentres con alguien como mi colega.

El «número uno» había vuelto y esta vez hablaba.

Su tono parecía serio y sus intenciones buenas pero, ¿y si me equivoco?

Quizá debería acceder para evitar riesgos innecesarios pero a lo mejor el error es confiar en que me presten ayuda y me entreguen lo que quiero eludir.

Le doy las gracias pero declino su oferta. El muchacho me sonríe y sigue su camino tras un tímido ‘hasta otra’.

Ya he decidido. Seré valiente e iré sola. He recordado una frase del escritor de ‘El Principito’ que me ha animado.


“El mundo entero se aparta cuando ve pasar a un hombre que sabe adónde va”.


Entonces pienso: si yo no soy hombre.

Me paro, retrocedo y vuelvo a la puerta del bar a esperar a que salga mi amiga.

Sola y reflexiva casi se me escapa una lágrima.

¿Por qué tengo que tomar estas decisiones? ¿Por qué meditar cada paso? ¿Por qué me dicen que soy libre si no lo soy? ¿Por qué confiar, o no, en alguien puede costarme la vida? ¿Por qué tengo que ser valiente si el problema son los cobardes?

¿Por qué un simple paseo puede ser un viaje infinito?

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