“Lo que nadie puede perder es la fe” pensaba en el colombiano mientras acariciaba a un perro vagabundo que dormía sobre la arena entibiada por el sol más grande que pueda verse. Pasaban dos señoras entradas en edad con aspecto representativo de la más alta burguesía francesa, y sonrían ante el perro que no concibe problema alguno casi como las señoras, quizá allí la conexión. El perro durmiendo, las señoras sonriendo, los problemas resueltos, el absurdo “… solo viviendo absurdamente se puede romper este absurdo infinito.”
Un absurdo común podría transformarlo al mismo en un sinfín de sentido que lograría resolver la antagónica “absurdo sentido” hasta fundirlo en una sola y única cosa que podría llamarse“zurdo sentido” o “sentir zurdo” o “el absurdo sentido de creer que el sin sentido puede dejar de serlo sin antes haberlo compartido”.
Inmediatamente después de este absurdo apareció un chileno desquiciadamente cuerdo. Con sus hombros encogidos hasta los pies de su cabeza, con aspecto de psicópata recién medicado, y con su voz tan suave que apenas hacia oírse. Pidiendo un papel que tenía, pero que omitía, para dar su ingreso determinadamente esquizofrénico a la charla entre el perro, las señoras y yo. Ahora éramos cinco y encontrar un sentido común entre tantos era un camino difícil por allanar.
A pesar del mar enternecedor, de los perros durmiendo, de las señoras amables en su andar y del céfiro que transgredía cualquier tiranía mundana, el chileno, Tomas Bardier, se instaló corrompiendo todos los esquemas que daban sustentabilidad al preciado armonizo que lo antecedió, invadiendo con un rotundo: “odio a la gente de mi país”; pero ante tal anunciamiento lo que causo una sinuosa perplejidad fue el modo lingüístico que no utilizó para hacerse de él. Lejos estuvo el imperativo al salir de su rugosa voz, más bien la forma que utilizó como recurso fue la que cualquiera puede manipular para pedir amablemente que le alcancen la sal, o alguna cosa por el estilo. Así, Tomas prosiguió dando sus discursos enredados en sus teorías que valían la pena ser escuchadas y observadas en su particulares actuaciones con gesticulaciones y cánticos que finalizaban siempre en algún sendero al que ingresaba sin ánimos de querer exteriorizar, terminando con sus sonidos encarcelados entre sus dientes, soslayando a todo aquel que estuviera fuera del circuito entre su pensamiento y su mente, susurrando vaya uno a saber qué, para él, formalizando una desunión ajena de sí y otra conyugada en sus fueros más internos. Recién una vez que veía ésta podía llegar a tener real sentido, la comunicaba, la daba a conocer. Pero primero era sustancial darle el visto bueno como se les da a los productos recién fabricados, era menester para él atravesar sus palabras por un repentino análisis generativo para así estar en condiciones de sacarlos al sol, a describirlo como alguien consciente consigo mismo, y tan mal no le iba con estas herramientas, era consistente en sus razonamientos, era audaz en sus términos como no lo era en su vida, era poco mayor de 41, pero parecía de 15 cuando caminaba. Era un ciego a los ojos de todos pero vivía de las pinturas y sus cuadros. Era uno solo contra todos, pero todos en uno. Era lo que necesitaba.
Y no necesitaba mucho, solo drogas, libros, tiempo para reprocharse su vida entera y alguien que lo escuchara para probarse a sí mismo que todavía estaba respirando, nada más que para eso, porque no encontraba la formula, aún, que lo haga ser autosuficiente: sabido es que la plena autosuficiencia del individuo en el juicio sobre sí mismo apenas ha sido nunca efectivamente real. Y es una verdad que se arrodillaba por unos oídos, pero una vez que los tenía ya no los utilizaba, ya no les hacían falta. Hubiese pensado en otra persona, que estos comportamientos lo harían por algún tipo de histeria que sufriría, pero este enigmático chileno ya había sobrepasado esas significantes teorías psicoanalíticas, era irrelevante tratar de comprenderlo como se comprende una relación trigonométrica, era necesario salirse de él para entender parte del todo. Ya no presentaba interés su peculiar aspecto si no era en comparación con el total gentío que lo rodeaba (sobretodo el perro las señoras sonrientes y yo) y allí es donde encontraba el mayor obstáculo para darle un sentido a todo.
Se truncaban las ideas a cada paso que daban, se desplomaban en otras que se volvían a deformar quedando, a veces, más desfiguradas que las progenitoras; era un laberinto infinito sin ánimos de desenlace, como tratar de encontrar la conexión entre la secuencia de Fibonacci y las piñas.
[Como imaginar a Magdalena caminar entre los arboles de algún bosquejo acariciando el suelo con sus pies de forma suave y lenta dándose tiempo para contemplarlo todo, rasgando con su índice alguna hoja, flexionando su endeble brazo hasta contraerlo por completo y rozar su cuello, terminando su recorrido corto y multiforme para comenzarlo nuevamente por quién sabe qué lugar esta vez. Como imaginar a Magdalena caminando. Como imaginar a Magdalena entrar al santuario de sus presagios y encontrarme allí, o en el sillón hecho una piltrafa. O detrás de la mesa preparando un café, en el baño, en el parque caminando a deshora, en el tren por equivocación, en la luna de día, en el cajero automático o en un bar. Como encontrarme a Magdalena fortuitamente en la placita y acariciar la pared. Como encontrarme en el desencuentro con la realidad en la calle hecha arena. Un absurdo.]
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