El pueblo. La capital. La calle y el barrio.

El pueblo. La capital. La calle y el barrio.

isaespi

04/03/2019

Mis padres y hermanas llevaban unos meses viviendo en Madrid. Poco después, mi madre viajó a nuestro pueblo, Tomelloso, provincia de Ciudad Real, donde yo estaba pasando, provisionalmente, una temporada en casa de mis abuelos maternos por ser el menor de la familia. El objeto del viaje fue llevarme a Madrid para estar todos juntos, una vez, que mis padres tomaron la decisión de abandonar el pueblo, por la falta de trabajo en las zonas rurales dedicadas en su mayoría a la agricultura, como era el caso de nuestro pueblo. La salida para la gente del campo, era emigrar a las grandes ciudades para conseguir trabajo en la industria o construcción, sectores en pleno desarrollo que demandaban mano de obra sin que fuera necesaria mucha especialización.

Era la primera vez que pisaba la capital. Salimos de la estación de Atocha y comprobamos que hacía un tiempo soleado, con una temperatura primaveral aunque estábamos a comienzos del invierno. Los rayos del sol llegaban sin filtro, ya que no se veía nube alguna. Al girar la cabeza, sin dejar de mirar el cielo, de pronto vi algo que frenó en seco mis pies. Nervioso tiré de la falda de mi madre, gritándole por la emoción que sentía y señalando un edificio gigantesco, le dije, -¡Mira madre, mira esos caballos!¡Arriba, en lo más alto! ¿Están encima del tejado y no se caen?

-Riéndose-me contesto; son de piedra, hijo. Están fijos, sujetos al suelo de la terraza. -No se pueden caer.

-Sí madre, ¿Pero, cómo son tan grandes?

-Los hacen así, para que los podamos ver bien.

-Madre, tenemos que volver otro día.

-Sí hijo, no te preocupes.Verás que continúan en el mismo sitio.

Aunque fueran de piedra, como aseguró mi madre, cuánto más los miraba, menos creía que no fueran de verdad. Pensaba que podrían saltar y caer encima de la gente o sobre cualquier coche de los que pasaban por la Glorieta. Los caballos, mulas o burros de mi pueblo, siempre los vi caminando o trotando por las calles o los senderos, me costaba creer lo que veían mis ojos.

Mis padres tenían alquilada una vivienda en el barrio de Caño Roto. Era uno de los muchos barrios obreros de la capital, situados en la periferia a diferencia de los que estaban en el anillo central, determinados distritos que la gente identificaba como calles céntricas o zona centro. La frase más popular era, “eso habrá que ir al Centro, aquí en las barriadas no se encuentra”. Nuestro barrio no gozaba de mucho prestigio. Decían que al residir familias gitanas, podría haber problemas. La experiencia nuestra con ésta etnia fue siempre muy satisfactoria. Entre nosotros, los llamados payos, en ocasiones resultaba mucho más complicado convivir que con los gitanos. Como suele decirse, cría fama y échate a dormir.

El nombre de la calle donde se encontraba la vivienda, Salvador Alonso, en planta calle, tres habitaciones, salón-comedor, cocina, baño completo y un patio, dónde mi madre llegó a tener algunas gallinas. La particularidad de ésta calle, era que tenía solo una salida, se trataba de una calle “cortada”, obviamente, se entraba y salía por el mismo sitio. Para los chavales era una gozada. Unos espacios sin apenas tráfico de vehículos o de personas, salvo los propios vecinos. Por lo que pudimos utilizarla para uso casi “exclusivo” donde practicar nuestros juegos. Una parte, la más amplia, para campo de fútbol, otra para juegos varios: el pañuelo, dola, tabaca lique. Hicimos pequeños hoyos para jugar a canicas o el güa. Las chicas contaban con espacios para jugar a la comba, el castro, la gallinita ciega y otros. El único juego que compartíamos con las chicas era el del pañuelo, que se organizaba por equipos mixtos. Los chavales estábamos siempre dispuestos para el juego. Hasta bien entrada la noche, hiciera frío o calor, contábamos con el resplandor de la Luna. Prácticamente, la mayoría de chicas y chicos, salvo en las horas de colegio, las comidas y las dedicadas a dormir, lo pasábamos en la calle. Tan cerca de casa que en cualquier momento hacíamos una pausa para merendar. Vivíamos en un barrio obrero o barrio bajo, pero nunca lo hubiéramos cambiado por uno del Centro, dónde muchos tenían las calles estrechas, que había que pasar de lado para no chocar con la gente que te cruzabas. Entrabamos en nuestras casas, una vez agotados de tanto jugar o de estar de cháchara contando chistes, comentar lo que les podría suceder en los próximos números a los héroes de los tebeos o cómic que, habitualmente, seguíamos con interés por las emocionantes historias, batallas o duelos en las que intervenían y de las que nosotros, también nos sentíamos partícipes de ese mundo, dónde los malos siempre recibían el justo castigo por los delitos cometidos contra los más desfavorecidos del lugar. Intercambiar ejemplares con vecinos o compañeros de colegio que no habíamos leído, igualmente las colecciones de cromos de jugadores de fútbol o ciclismo. Repasar temas sobre próximos exámenes en el colegio. Hasta que se oía, la voz de alguno de nuestros mayores que nos decían, ¡Vamos, chicos a dormir, mañana hay escuela!

Con la llegada de la televisión, acaparando la atención de todo el mundo, pequeños, jóvenes, medianos y mayores, que supuso un cambio brutal, así como, una influencia decisiva en los horarios de hábitos o costumbres cotidianas afectando a las personas de cualquier edad. La “caja tonta” como la llamaban algunos, en cierta medida, me recuerda a los actuales móviles o “smartphone” por la rapidez en el uso tan generalizado que se viene dando y sobre todo, en el corto espacio temporal que se viene produciendo.

La calle dónde jugábamos durante nuestra infancia mantiene el nombre de Salvador Alonso en el barrio de Caño Roto, que fue nuestra “patria chica” lo que viene a coincidir con la teoría formulada por destacados filósofos, sean éstos de la edad moderna o contemporánea, resumida en la siguiente frase: “la infancia es la verdadera patria chica de la persona”.

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