La comida terminó mal. Lo sarcástico es que mejor no podía haber empezado. La elección, una de esas tabernas castizas del viejo Madrid, con el aroma al frito penetrante en la pituitaria. Paredes llenas de cuadros taurinos, de morlacos y toreros en estética porfía. Buena comida, de la de siempre. Sin sofisticaciones. Ni falta que hacía.Unas mollejitas de cordero, callos al estilo de aquí, en su punto de mejunje gelatinosos, dignos de la abuela, y unas torrijas, al punto de canela, emborrachadas en la justa dosis de almíbar. Todo sin trampa ni cartón. Platos ausentes de las excelencias forzadas de los chefs mediáticos.

El ambiente acompañaba. Conversaciones distendidas. Afuera, un sol de finales de invierno, anunciador de la feliz primavera. Sin saber por qué, alguna que otra bipolaridad irrumpió en la reunión. ¿Fui yo acaso? ¡Qué más da! Si yo no fui, tampoco estuve a la altura de cortar por lo sano una mala yerba que invadió el jardín de un grato momento familiar.

La salida de la taberna terminó de romper cordialidades y buenos rollos. Cada uno por su lado. Entré en el Metro con mi cabreo de incómodo acompañante. El enfado, durante la espera del convoy, mudó a rictus compungido y triste. Empecé a dame cuenta de la estupidez cometida. Aquella magia se rompió por una bagatela, por un malentendido, quizás por un mosqueo. Todo gaseoso, nada sólido.

Llegó el tren. Subí. Me senté. Miré sin ver. Me sumergí en una indolencia defensiva, pero algo dentro de mí me humedecía los ojos.

En la siguiente estación entró él. Era un niño grandote. Saludó en un tono cantarín, como feliz de conocerse y conocernos. De inmediato entró en conversación con sus compañeros de asiento: dos mayores. Abrió su mochila y sacó tijera, pegamento y papel seda en diferentes y vivos colores. En un santiamén había confeccionado un clavel, que mostraba orgulloso a la amodorrada concurrencia. “Es como los que hago en el hospital para los niños enfermos. Les encanta y me encanta robarles una sonrisa con esta tontería”, proclamó, no menos ufano, con un deje entrecortado sin ser tartamudez.

Reparó en mí, frente a él. Y me miraba y veía, mientras seguía orgulloso, dale que dale, con sus bondadosas manualidades.

Llegaba a mi destino y me levanté antes de entrar el tren en la estación. Le dio tiempo a acercarse con uno de sus claveles de papel y decirme: “toma, para ti”. Acompañaba el presente con una de las miradas más gratificantes que me ha obsequiado la vida. Pensé por un momento en uno de esos pedigüeños de letanías compasivas, que tanto abundan por los vagones del suburbano. Torpemente, salí al paso hurgando en mi bolsillo, a la búsqueda táctil de unas monedas. Pareció adivinarme pensamiento e intención. “No es nada; es un regalo”, replicó algo airado, pero sin esconder una gratificante bonhomía. Me apeé, pero antes tuvo tiempo de espetarme: “bueno, sí, tiene su precio, y me tienes que pagar: nunca dejes de sonreír”. Allí me quedé unos instantes, risueño, sin saber si dio tiempo a que recibiera el abono pactado.

Aquel fue un feliz encuentro, en un día familiar borrascoso que me rodeó de congoja, con alguien, un desconocido, que dudo mucho vuelva a ver, pero que me dejó, en tan breve tiempo, el enorme valor de poner firma a mi sonrisa.

ÁNGEL ALONSO

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