Los rostros se sumergen en las páginas de los libros transportados a las diversas realidades de la lectura, perdiendo el contacto visual con la realidad externa. Los audífonos cuales cascos, alertan no querer compartir el espacio auditivo. En los pasillos de las estaciones, encontramos músicos tratando de ganarse la vida con sus melodías con una limosna diaria, todo esto es parte de la cultura subterránea citadina, en el metro de Madrid.

Se puede ver esa gran escalada de etnias de emigrantes en búsqueda de oportunidad para mejorar su anterior calidad de vida. Entre ellos, una emigrante vigilante de cada detalle, con acuciosa mirada, de curiosidad emotiva, de deleite comparativo en un latir emergente de memorias y hallazgos. Para ella, es una extraña cultura citadina de una cosmopolita capital, como lo fue la suya en algún momento de ese “antes del deterioro que la obligo a expatriarse” y llega a su memoria la primera vez que le toco emigrar, de apenas dos años Laura, ya viajó a través del mundo, porque a pesar de ser perseguido por Franco, para su padre, su ciudad natal era lo mejor del mundo y ahí, en Valencia del mío Cid, ubicó a su familia y siguió huyendo.

Ocho años pasaron hasta que Laura regresó a su Caracas de los de los techos rojos, su ciudad natal, ya con diez años volvió para ser una extraña en su propio país, una emigrante. Allí creció física, intelectual y espiritualmente, pero siempre le faltó lo emocional, ese crecimiento que va de la mano con esa inteligencia tan particular que permite ver la vida desde el ángulo de una prospectiva de menor sufrimiento, que ni en la resilencia de sus aventuras intelectualoides ha logrado con éxito en una nueva emigración de continente a la ciudad de Madrid.

En sus primeros trayectos en metro, por un jornal de 275 €, desde las 5:20 am en el primer autobús podía hacer una meditación profunda en estado Alfa, tipo nueva era, así al principio meditaba mientras llegaba a su destino esa primera hora desde el autobús hasta el metro y luego en el metro desde Caravanchel a Canillejas para estar a las 6:50 am con tiempo justo para la primera jornada de trabajo, es increíble, o creíble pero indescriptible, todo lo que pasa por nuestra mente en una hora de recorrido día tras día, así optó en su segunda hora ya en el metro, por rezar un rosario por todos aquellos que viajaban con ella, hasta llegar al destino donde comienza el peregrinaje de la ruta escolar de su trabajo.

– ¡Sí! ahora soy monitora de ruta escolar, se decía y pensar que mi padre no quiso que estudiara filosofía porque sería difícil insertarme en el mercado laboral, ¿Quién podría haber imaginado que emigraría de nuevo? ¿Quién en su sano juicio tras una larga trayectoria profesional y con tantos estudios, se vería aceptando una labor y un ingreso tan precario?

Y al cambiar de rutas de trabajo, poco a poco, se fue percatando de la cultura metropolitana del metro, lo que no era extraño con tantos años de práctica como investigadora social, mas bien resultaría un poco difícil para ella el no notar ciertas cosas:

-Si vas temprano a las 7am o antes, cuando suben o van en pares las personas, puedes detectar los modismos y entonaciones de latinoamericanos, un portugués brasileño, lenguas extranjeras, árabe, rumano, algún dialecto indescifrable y ya a horas pico la juventud que conecta con el Renfe para desde Alcorcón o de Leganés, supongo van a estudiar porque les escucho hablar de sus profesores y de sus asignaciones de estudio. En las estaciones de Colón a Lista, la gente es de otro estilo el metro se llena, de adultos contemporáneos bien ataviados, que suben y bajan.

Sube en Leganés Central una señora de mediana edad, ojos oscuros y tez muy blanca, no muy alta, algo gruesa, pero sin llegar a gorda, de cabello largo, oscuro con alguna cana y recogido atrás en una cola de caballo, con un abrigo azul desteñido de cuello blanco, simulando piel de oveja, mal abrochado, se sientaa su lado y abre una conversación.

-Es que me he dejado la cartera, cogí la tarjeta del metro y el celular… ¡y me la deje!

-Esas cosas a veces pasan.

-Llevo la tarjeta del metro.

-Bueno, no se preocupe con eso podrá regresar.

-¡Si!, ¡Si!, claro, es verdad.

Y sonríe, baja en la parada del hospital Severo Ochoa y Laura se sumerge en sus pensamientos ¿qué le estará pasando? Enseguida se dice, Dios mío protégela, que llegue bien a su destino y así, reza un Padre Nuestro.

Una tarde saliendo a trabajar en su ruta de las 4 pm, un señor al que el paso de la edad no había borrado su atractivo, abundante cabello blanco, ojos azules y grandes, alto, delgado, con un abrigo de lana gris con botones, mira en cartelera la ruta del metro y toma nota en un trozo muy pequeño de papel que dobla y mete en su billetera y saca de nuevo después de sentarse en el vagón, con cara de preocupación, mira la ruta del tren trazada en la parte superior de la puerta del vagón del metro y vuelve a tomar notas doblándolo de nuevo y lo guarda en la billetera.

Laura se pregunta -¿Dios cómo darle amor a esta ciudad extraña que me alberga y me hace ajena? Y en su escucha mental, reza un Padre Nuestro por la tranquilidad de aquella persona, lo que se ha ido haciendo un hábito en ella, en situaciones similares. Se dice: -ahí estoy yo reflejada en el cristal de la ventana del metro, viendo como suben y bajan esos rostros que guardan dentro de sí expresiones de agobio y me pregunto si el agobio es mío y lo reflejo en cada persona que encomiendo a Dios y por las que rezo un Padre Nuestro.

Entrega un plano del metro al hombre y baja.

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