Un día olfateé y todo cambió. Era un sitio concurrido, con todo tipo de olores, desde el más amargo hasta alguna sorpresa inesperada de dulce acaramelado. Olí todo. Incluso el más recóndito aroma. Hasta los olores que se escondían. Me gustaba decir que hasta los olores del alma.
A partir de aquello, el mundo fue un lugar un poco diferente. El sentido de la vista está sobrevalorado. Y las formas engañan. Y las sombras, más todavía. El olfato nunca engaña. ¿Por qué creéis que los animales son tan buenos evitando el peligro? El peligro se huele; amargo y putrefacto, un olor que induce a huir de inmediato.
El amor huele también, por supuesto. Pero es algo muy diferente al resto, algo inexplicable. ¿Y el odio? ¿El odio se huele? Al contrario de lo que pensáis, el odio no huele mal. No sabría explicarlo con claridad en palabras, pero diría que huele como un charco estancado donde se han derramado unas flores. Maloliente al principio, pero con más de una sorpresa. Al fin y al cabo, el odio no es siempre malo.
Pero, sobre todo, huelen las personas. Algunas más y otras menos. Los ancianos pierden su olor poco a poco, hasta que tan solo se respira un aire floral a su alrededor. Los más jóvenes, en cambio, tienen todo tipo de olores, en su mayoría fuertes, de esos que taponan la nariz y te hacen estornudar. Me acuerdo de mi vecino, el rubio pecoso que colgaba su ropa en mí tendero. Siempre le decía. “Hueles a basurero”. Él me sacaba la lengua y me decía: “ Y tú a mierda”, y me tiraba pinzas. En verdad me caía bien, y su olor era aterciopelado, como el pelaje de un gato.
Y sobre todo, me acuerdo del olor de ella. Era preciosa. Había nacido en medio de un largo viaje desde Nairobi a Inglaterra, durante el trayecto por el Canal de la Mancha. Siempre olía a miel, a la madera del robledal de su casa rural y a muerte. A mucha muerte.
-Hueles a muerte, ¿sabes?-Le había dicho una vez, medio en broma medio en serio.
-Eghstaz logo.
-¿Qué?
Se sacó el chupachups de la boca. Se llamaba Lisset.
-Que estás loco.
-Lo estaré, pero sea lo que sea, eso es malo.
Esa noche, además de muerte, olió a sudor y sábanas. Y ese amor indescriptible.
En efecto, tengo un olfato muy bueno. Hasta que me encontré a aquel que no olía a nada. Estaba en el ave, con una maleta camino a Elche. Se acabó Madrid y el estrés. Se acabaron los olores mezclados, y el tiempo cambiante. Saqué el billete, me senté en el asiento próximo a la ventana con esa satisfacción oculta de quien antes alcanza a sentarse, y apoyé la cabeza en ella. No puedo vivir sin ti sonaba en mis auriculares mientras me empezaba a dormir. A mi lado se sentaba una señora de anchos brazos que leía una revista del corazón, y que tenía un fuerte olor a perfume, a algodón y a miedo. ¿Se iría de la ciudad por miedo? ¿Tendría miedo a los transportes? Fuera como fuese, la acidez del miedo estaba muy presente. Unos asientos más a la derecha se sentaba un hombre con smoking, con una pinta imposible a estafador de póquer. No soy adivino, no os preocupéis, lo supe por su olor a vino de brick y a estafador, que no estofado, aunque el regusto sería similar. A lo largo de los años, había aprendido a identificar mentirosos.
Entonces apareció él, unos segundos antes de que el ave se pusiera en marcha. Se sentó unos asientos por delante, y de inmediato lo percibí. O más bien, no lo percibía, pues no olía a absolutamente nada. Olfateé, e incluso estuve tentado a acercarme, pero seguí sin captar nada. Me pregunté si mi nariz se había saturado.Y mi curiosidad aumentó. ¿Olería a las magdalenas de la tía Annya que se le quemaban nueve de diez veces? ¿O a los clavelesputrefactos de la tumba de padre, que habitan ahora entre las páginas de la enciclopedia Hawsbrown?
De repente, se levantó, se acercó a mi asiento y me miró por unos segundos. Yo también le miré, por supuesto. Luego se sentó y, con apariencia nerviosa, sacó un libro de bolsillo y se puso a leerlo. Era más grueso que mi puño.
-Perdona…-Me dijo. Habrían pasado cinco minutos o más.
-¿El qué?-Me quité un auricular.
-Es que…-Se rascó la coronilla.-No sé cómo decirte esto pero… hueles a muerte.
Cuando llegué a Elche, no podía dejar de pensar una y otra vez las palabras del chico. Me senté bajo una palmera de la Calle Curtidores y la sombra me amparó. Era la primera vez que alguien me olía. Entonces me agarré la blusa y la acerqué a mi nariz. Luego hice lo propio con mi chaqueta, aunque me abstuve de los pantalones. Estaba en un sitio público. No olía a nada. A ceniza del tabaco, puede. ¿A… aire? A nada. No olía a nada.
Hueles a muerte. Me encogí de hombros. No me extrañaría.
Luego di una respiración honda y obstruí mi nariz con aromas varios.
¿A qué olería el mundo?
OPINIONES Y COMENTARIOS