Nora miró de nuevo el árbol. Hastiaba ver siempre, durante tantos años, su mismo ciclo predecible, sus mismas hojas, su misma sombra. Ni ella sabía de cuando estaba allí. Ella, el árbol, la calle, el puesto de fruta al fin de la acera, el perro negro de los vecinos, la farolas, todo parecía desafiar el tiempo, inmutables,hieráticos. Dejó su costura, igual de eterna,y cerró los postigones. Justo antes de que Laura y Diego pudiesen saludarla. Se miraron sin hablar. Hablaban poco siempre, en realidad. Ya no había tiempo de jugar horas interminables, ni correr descalzos por la ancha calzada tras los botecitos. La casita que construyese don Cosme para el barrio enmohecía ahora. Se hablaba de una multinacional que compraría todo ese mantel verde que era ahora el solar del anciano. Aún se empeñaban los dientes de león en salpicar de flores, creciendo feraces.A todos les gustaba ese retazo libre, pero no se podía ir contra el progreso. Más ahora que Mariana había vuelto a casa, con sus 2 hijos pequeños a quienes la muerte privara de figura paterna. La realidad era que nunca dejó de tener niños esa vereda, que nunca faltaron risas ni escondidillas. Pero nada es eterno. Ese sábado se nubló como nunca. Con ojos incrédulos vio Fabián venir esas nubes. Las vio crecer, ennegrecer,zumbar poderosas. Nadie atinó a nada. El viento llegó y se enseñoreó de la manzana. Eligió frutas,techos,vidrios, árboles. Destruyó juntos sueños, promesas y realidades. Y luego el silencio. Y salir cautamente.Y preguntar por todo y todos. Y descubrir que nada era igual. Ni el árbol, ni el puesto, ni la casita. Nadie lloró, ya que sabían de antemano que esto no devolvía nada. Todos tuvieron algo que contar. Y redescubrir. El árbol descansaba descuajado, mientras los niños buscaban cajitas para entibiar pichones,y Soledad,la del puesto, hacía mermeladas. Nora no podía quejarse. Ahora tenía mucha luz:sin árbol…y sin postigón

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