No existía en este mundo cosa más interesante que ver las gotas de lluvia resbalar por la ventana. Por lo menos para aquel hombre que no dejaba de soñar despierto en el tercer vagón del tren camino a Madrid, con la mirada perdida en aquellas lágrimas dulces que caen del cielo. Yo no aguantaba verlo, era como si para el anciano nada en el mundo importara más, y el tiempo sólo se movía si las frías gotas al otro lado del cristal alcanzaban el marco inferior de la ventana. Su mirada era seria y cargada de años, como si algo perturbase su alma, y aquellas pequeñas gotas eran la única distracción a los terribles pensamientos que abordaban el navío de su mente y proclamaban un motín contra la paz interior. Las miraba con tanta determinación, con miedo a perder el hilo conductor de sus sueños y romper ese trance que lo salvaba de pensar tanto.

Yo, sentado un par de sitios detrás de él, miraba el reflejo de mi propio cristal. Veía el difuso contorno de una cara pálida. Las delgadas líneas de los pómulos casi inexistentes ascendían hasta chocar contra el marco de unas finas gafas de ver, que escondían un par de ojos cafés melancólicos. La nariz ligeramente respingada bajaba hasta unos labios que sostenían un bolígrafo mordido. Una tímida barba poblaba la cara; era rojiza, no como el cabello castaño oscuro que estaba aún algo húmedo, y peinado con la raya a la izquierda. Para bien o para mal, aquel joven del cristal era yo.

El tren partió rumbo a Madrid, alejando los vagones de aquella ciudad norteña. Parecía que el día no había salido nunca, pues aquella mañana de invierno las nubes tomaron al sol de rehén, y aunque el reloj ya marcaba las nueve pasadas, daba la sensación de que aquel día sería un anochecer eterno. Madrid era tan conocida para mí como yo para ella. Jamás había pisado la capital del que una vez fue el gran Imperio Español. Tan solo había estado en esta ciudad del norte que cada vez se hacía más pequeña mientras el tren seguía en marcha. A esta ciudad de molinos en el horizonte me enviaron por tres meses, a cargo de una tía lejana. La experiencia fue, por poner algún adjetivo, pequeña. Yo quería más. Quería grandes ciudades, e importantes responsabilidades sobre mis hombros; quería conocer mucho y quería estar solo. Tal vez eso era lo que más quería, estar lejos de casa, de esta tía, de todo lo conocido, de lo fácil. Y ahora estaba en aquel tren camino a Madrid. No sabía que para conseguir aquella independencia que tanto añoraba debía pasar por tanto miedo. Miedo a lo desconocido, al fracaso y, irónicamente, a la soledad.

Una voz anónima nos advertía de la próxima estación.

El metro siempre me pareció lo más cercano al rostro de una ciudad. Allí estaba yo, tratando fallidamente encontrar la estación en la cual debía bajarme. Llevaba pocas horas en la ciudad y ya estaba perdido. Tome asiento de primera fila para ver como el espectáculo de la rutina tomaba protagonismo. Gente que entraba y salía con pensamientos desordenados y propósitos sin resolver. Una mujer se encontraba retraída en un libro de tapa blanda, casi tan arrugado como la dueña. Sus ojos no mostraban compasión a las letras impresas, y se las comía por decenas. Dominaba con sorpresiva destreza cada curva del vagón, sin necesidad de recurrir a ningún soporte, como si hubiera vivido allí toda la vida, como si la rutina la hubiera moldeado a medida.

Un hombre tocaba en la melódica una canción con ritmo conocido, una de aquellas que escuchaban nuestros padres, y cantaban con el corazón en la mano, unos más entonados que otros. Se acercó a un joven que lo llamaba mientras golpeaba el pasamanos al canto de un euro. Es una pena que no den becas para la vida. Yo iba ajustado de plata, apenas tenía para la comida del día y en la tarjeta lo justo para pagar el primer mes.

Por fin bajaba del metro sin mucho sentido de ubicación, ni de pertenencia. Al salir de aquel vagón me había convertido en parte de la ciudad, o por lo menos así lo sentía yo. Después de mucho llegué a lo que tendría que llamar mi hogar por mucho tiempo, al número 13 de una calle con nombre de santo. El edificio tenía un pórtico de dos puertas grandes de madera con un cristal en cada lado, por donde se podía ver el interior. Después de subir las pocas escaleras de piedra, me vi en el reflejo de la puerta derecha; apareció de nuevo el chico con las gafas y la barba rojiza. Tal vez un poco menos pálido. Tal vez un poco más despeinado.

Apenas entrar, se sentía un ambiente cálido, con un olor que era una mezcla entre nuevo y diferente. Unas rayas que nacían cada vez que se acomodaba un mueble decoraban el piso, y un clavo solitario en la mitad de la pared era lo único que rompía la monotonía de la habitación.

Afuera dejaba de llover y parecía que el sol tímidamente decidía lanzar unos primeros, pero tardíos, rayos de sol. Dejé todo sin acomodar y salí al salón. Tomé un juego de llaves y bajé a la recepción del edificio, con la idea de salir a caminar.

Madrid tiene un olor como ninguna otra ciudad. Es indescriptible, difícil de explicar a otro que no haya estado, y tampoco creo que sea universal. Pensé en lo que estaba pasándome. El destino (aunque nunca he simpatizado mucho con aquel concepto), me tenía guardado un espectáculo digno de contarse. De poco servía tratar de imaginar los sucesos de los próximos años.

El cielo volvió a rugir, como si estuviera ansioso por ponerme retos en frente. La colilla cayó al suelo pintada con labial rojo y la bóveda se volvió a cerrar.

Madrid, destino, Señor… cuántas cosas me tenías guardadas.

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