La calle de la Iglesia de Castelldefels es peatonal. En ella hay demasiados bares, muchas panaderías, ningún quiosco y ninguna librería. Una calle como tantas de tantas ciudades españolas.
Hay también un vecino grueso, de aspecto bonachón, jubilado de Correos, que cada mañana pasea en silla de ruedas a una mujer en la calle. Ella apenas se mueve y en su cara a veces se marca un rictus de desagrado por algo que debe dolerle y que manifiesta como malamente puede.
El hombre la lleva por el barrio durante un buen rato.
Cuando vuelven, algunas veces, se sientan en un bar donde los observo con discreción. Pide una Coca-Cola para ella y un café para él. Le da de beber con una cañita, le limpia los labios con delicadeza, le coge la mano, le habla sin obtener nunca respuesta. A veces el hombre sonríe.
Siempre que lo veo pienso que es un esposo ejemplar. Que cuánta paciencia demuestra y qué buen carácter debe tener, porque nunca se le ve enfadado. Pero su proceder me crea un dilema moral al plantearme si yo obraría de esa manera en un caso similar.
Hace más de una semana que no lo veo y le he preguntado a Gisela, la chica que sirve las mesas:
—Gisela, hace días que no veo al señor jubilado de Correos. El que pasea por las mañanas a su mujer en la silla de ruedas.
Gisela me responde con prontitud (a esta hora hay pocos clientes), pero lo que explica acrecienta mi incertidumbre:
—Felipe, está con gripe, pero con su mujer suele salir por la tarde. Por las mañanas a quien pasea es a su cuñada.
OPINIONES Y COMENTARIOS