El solo amanecer rocía con tonalidades varias el barrio, las calles, la plaza.

Él lo espera, como siempre, a un costado del contenedor con su peludo y pulgoso amigo.

Me saluda, nos saludamos, iniciando una nueva jornada laboral; ambos quizás. Quién la tenga más difícil es un enigma que ni los dioses pueden predecir.

Y esto me anima, y me interroga, y me vuelve la mirada atrás, pues contemplo cuánta dedicación él le pone a la tarea que acaba de emprender.

Más allá o más acá de mi trayecto matutino, las escobas comienzan a corretear las hojas secas que invaden la vereda, pares de luces de automóviles se activan, encienden y movilizan y el aroma a pan recién horneado asalta los sentidos.

Un nuevo día, en mi viejo y querido barrio, que otra vez me esperará a mi regreso al atardecer. Y a la mañana siguiente, él y su peludo amigo me saludarán, otra vez, como siempre, en un eterno retorno al tiempo, a la vida, a la calle.

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