Las abejas viven en una misma colmena. Mi barrio es obrero, como ellas. Pero más que miel, fabrican cera insípida. En el sur de España, existe una ciudad con aroma de pueblo, Jerez de la frontera. Yo nací allí, en una casa de dos plantas dónde cada inquilino debía levantar su hogar ciñiendose a los planos establecidos.

Un terreno barato, sobre una antigua marisma, posiblemente puerto de los Fenicios en tiempo inmemoriales; ahora se llama el barrio de la Liberación.

Allí nací yo, un niño obeso salpicado con pecas. Dónde los juegos en las calles eran el aliciente preferido tras el colegio. Las mujeres, amantes de baldear las calles con un cubo de agua y lucir en sus patios bellas macetas de geranios.

Ciento ochenta casitas blancas, que parecen migrantes perdidos, de los pueblos blancos; donde las fachadas encaladas mantienen su identidad. Trabajadores de oficios duros, esposos y padres que volvían a sus casas en aquellos años noventa con el ocaso cómo mochila; en un esfuerzo diario por llevar un pan a la boca, en aquel barrio humilde de la provincia de Cádiz. Arte, risas, anécdotas de anciana, todo me nutrió a crecer, a forjar mi vida cómo un futuro escritor de novelas. Los gritos de los vendedores de coquinas y acelgas, puerta a puerta; el cuponero vendiendo ilusión; el panadero vociferando su llegada, las coplas escapando de las ventanas entreabiertas de las cocinas, donde hierven los guisos con ingredientes comprados a los ambulantes o recogidos a mano.

La mayoría de los vecinos, crecen, crean vínculos, nacen rencillas, denuncias, envidias. Pero, cuando la naturaleza se encrudece y los cauces reclaman las tierras robadas; el hombre como especie, se iguala se equipara y todas las diferencias desaparecen cómo si jamás hubiese habido ni un solo problema.

Llegó cerca del año dos mil y el clima se enfureció. El barrio de la Liberación sufrió una lluvia torrencial que inundó sus calles peatonales, acallando las coplas y ahogando los geranios. Metro y medio de agua se cuela en las casas, que con tanto sudor se engalanaron desde sus inicios.

Los empoderados se vuelven pobres, los pobres miserables, incluso las ratas viven un éxodo en las propias alcantarillas. Pero la catástrofe hace nacer una flor en el corazón de cada vecino. No hay distinciones, rencillas, odio… solo empatía, sacrificio, amistad, colaboración; ahora las abejas defienden la colmena, trabajan al unísono.

Los muebles se ponen a salvo, las fotografías se ponen lejos del agua, las ancianas son sacadas a hombros: el barrio mantiene la unión, surge la miel de la colmena.

El agua vuelve a su cauce, al mar. Y nos avisa de que no debemos vivir en odio social con los vecinos, si no que debemos tendernos la mano; pues quién sabe, sí de nuevo, el cielo llorará de nuevo, anhelando su cauce.

Es un episodio de inundaciones, de muchas de las historia que puede contar el agua, pero si alguien pudiese oír sus anécdotas; seguro hablaría con orgullo, sobre los vecinos de aquel barrio de trabajadores, llamado La Liberación.

Pero por si acaso, yo, nutrido de estos valores, me anticipo al elemento agua y escribo este relato para todos vosotros, como partícipe de el sentimiento de hermandad, frente a la adversidad.

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