Vecindad dispersa

Vecindad dispersa

Asier

10/03/2019

Luis me cuenta que cuando su familia, los Tapia, se mudaron desde provincia a la ahora calle “Luis Enrique Galván” en Lima, ésta aún pertenecía a los arrabales de la ciudad. Decía también, aunque para aquel entonces ninguno de los dos se contemplaba en el mundo, que desde su casa (una de las pocas entre el verdín de las chacras) se divisaba el mar y hasta la isla “El Frontón”, donde su padre, de joven, según también agrega, pasaba las tardes de verano contemplando a los terrucos arrastrándose por espaciosos y lustrosos patios añorando sus celdas.

Todo esto lo decía mientras comía, intercalando frases entre cucharadas de arroz y tragos de sopa, mostrando una parsimonia propia de los que narran hechos en vez de historias. De algún modo, comida aparte, sentí que estaba siendo sincero. Después de todo, que es la mentira sino una verdad que no nos tocó vivir.

Decía también, tal vez con una vaga sensación de melancolía heredada, que las primeras cuatro familias en establecerse en la cuadra fueron los Gutiérrez, los López, los Laguna y por supuesto, la suya. Que en vez de asfalto y veredas, discurría una trocha terrosa y desnivelada, y que cada cierto tiempo, se turnaban para limpiar el copioso follaje que obstruía el paso. Contaba que, por aquel entonces, las demarcaciones eran ambiguas y los hitos inexistentes, y, distribuidos casi en los extremos, las familias, quizás avizorando cuestiones prediales, se limitaban a construir donde les correspondía, no por ello sin resignar el espacio contiguo y sus posibilidades de jardín desbordante. Sin embargo, todos allí eran recién llegados, había tanto que hacer y tan poco tiempo que los terrenos adjuntos se llenaron de malezas y hierbas varias, si es que no estaban desde antes; los cuidados de jardines demandaban dedicación y cariño, y por ello las flores de nombre, las plantas de adorno y los árboles frutales, crecieron dentro de sus cercos.

En el caso particular de su familia, las fuerzas estaban concentradas en levantar un segundo piso; eran ocho hermanos y había necesidad de espacio. Mientras tanto, el padre de Luis, todavía niño en aquel entonces, desarrollaba una vida cándida de acuerdo a las vicisitudes que acarreaba ser el menor de todos ellos. Cinco de los cuales, dedicados a la docencia ―y posteriormente tendremos que añadir al padre de Luis dentro de ellos―, hacían que no fuera nada extraño que en las tardes, luego del horario estudiantil, la casa de los Tapia se encontrara abarrotada de hijos y familiares de los vecinos en busca de repaso y enseñanza. De esta manera se fue conociendo todo mundo, y mientras llegaban más familias a comprar los terrenos adyacentes, se sabía que así como los Tapia eran maestros, los Gutiérrez eran dentistas, los López trabajan en una carpintería en el centro y los Laguna vivían de las rentas de un negocio en provincia.

Para cuando Luis henchía de aire sus pulmones en las calles ya pavimentadas y ataviadas del ornato público, la casa, concebida para dos pisos, llegó hasta los tres; un ático adosado a un vigoroso techo a dos aguas que llamaba la atención de los transeúntes (los Limeños no conocemos la lluvia) coronaba la estructura. De esos días pueriles, Luis refiere dos momentos (espaciados en repeticiones constantes pero también monótonas que aúnan en el devenir como un solo instante en el tiempo) muy vívidos en su memoria: el primero, más común pero no menos mágico, es el de su abuela sentada en una mecedora de un jardín ahora inexistente contemplando la calle, diciéndole a su nieto que extrañaba el antiguo camino terroso y polvoriento porque la llevaba a sus campos y chacras en su pueblo, donde se veía a sí misma corriendo y jugando como ayer; el segundo, acaso más vulgar, es el recuerdo de la frondosa higuera al medio de la calle, perteneciente a un apellidado Hurtado del que nunca se supo cuál era su problema con la gente, por la que Luis al pasar en las noches, así como muchos otros más, cuentan ser apedreados con vehemencia desde su raíz, cosa por demás extraña, ya que nunca encontraban a nadie oculto en el ramaje.

Ya en su juventud, dijo luego de una pausa en la que calló de pronto (se le notaba algo más fatigado. Creo haberle forzado a continuar, aunque sin saber cómo), sus tíos formaron sus familias y emanciparon; los vecinos, de igual forma, hicieron lo mismo llevándose a sus hijos, como los López. La gente que quedó y con la que creció Luis, aunque progresivamente, dejó de frecuentar su día a día. Su abuela murió una tarde de jueves del único día que llovió en el lustro. De repente, esos tres pisos, más ático con techo a dos aguas incluido, les quedaron enormes. La higuera del señor Hurtado fue podada luego de cambiar de dueño; éste murió un marzo, pero lo supimos en noviembre con la llegada del heredero, un sobrino muy simpático. La familia Laguna terminó con la muerte del esposo viudo, un señor regordete de boina y bigote blanco que conducía un volkswagen escarabajo azul en el que apenas cabía; nunca tuvo hijos y la muerte del perro fue su acabose. Como ejemplo postrero, Luis refirió unos días de invierno en los que padre e hijo quedaron a oscuras por un apagón; el hijo de los Gutiérrez era electricista, nunca lo supieron.

En ese momento, con un ahora silencioso Luis, yo tendría que haber estado pensando en cosas más importantes (creo que para entonces aún no había decido comprar la casa), pero no podía sino pensar en todo lo que había escuchado. En la cantidad de años que los Tapia habían convivido en esta casa, en las tres generaciones que vieron madurar esta calle, en la historia del nombre dado a la misma y que he omitido, en los lazos que debieron formarse en familias que compartieron una vida, y sin embargo, hoy por hoy son unos completos extraños. Y eso, me pareció un poco triste.

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