El brillo de los ojos en las ventanas

El brillo de los ojos en las ventanas

Javier Ruiz

18/02/2019

Juan vuelve de casa de su abuelo, que vive a unos cien metros de la suya en un bloque prefabricado de hormigón. El crío ha pensado que el adjetivo hacía referencia a las hormigas, y no a la mezcla de agua, arena, grava y cemento, pero el viejo (un cabo del Ejército de Tierra desencantado con esta ciudad) no le ha corregido, a sabiendas de que esa mentira puede llevar una verdad atravesada.

A lo lejos, la ruidosa avenida (llena de coches y de gente con prisas) le roba a Juan el sonido de sus pasitos de niño chico y hasta se cuela entre sus pensamientos, que siguen fijos en las historias de juventud del anciano, alopécico y tripudo, prisionero de aquel edificio hecho a módulos para que a Franco le saliesen las cuentas.

Bajo la sobaca, como llama su yayo a las axilas, carga Juan una vieja caja marrón de zapatos que ya no se fabrican, y pesa: por esto, la curiosidad le vence rápido. Así que la destapa en la esquina de la calle, y empieza a imaginar historias guiado por palabras de otra época, que se le arremolinan detrás del cerebelo y reconstruyen anécdotas y chascarrillos que no sabe cuándo habrá oído.

Más que los pasos, es la muchedumbre y las bocinas de la Gran Vía que le empujan un poco más cerca de casa. Ya casi ha llegado ahora. Los ojos puestos en la caja (la tapa debajo) y la otra mano meneando los pañuelos, las canicas, las tizas, la peonza. Por ahora, el niño juega a adivinar qué puede ser cada cosa, mientras la costumbre hace de las suyas y le sigue acercando hasta la portería del edificio donde vive con sus padres.

Levanta la mirada y se pone de puntillas (para picar) en el quinto tercera y, primero, nos parece que los ojos se le pierden entre los buzones desnivelados del interior, pero no: lo que hace Juan es sumergirse en el reflejo del cristal, y, en el vidrio, observa la plaza que está a sus espaldas. Debe tener algo de espejismo esa imagen, porque el crío se da media vuelta y cruza por el paso de cebra hacia la plazoleta, sitiada por calles en sus cuatro esquinas y por edificios que, piso a piso, se escapan lejos de la tierra que los sostiene. La plaza trata de resultar exótica con ayuda de unas palmeras, y, sobre todo, pretende (la plaza, digo, pero ahora con insolencia) circunscribir las ganas de juego de los niños al arenero, y los columpios, y el tobogán. Pero Juan se sienta en el hormigón (¡toma ya!), y saca de la caja las tizas de colores, y pinta sin complejos una rayuela, aunque el abuelo le haya dicho que eso es de niñas: porque otra cosa no, pero él sabe que los tiempos han cambiado y, por esto, Juan salta entre los cuadrados, y pisa los números inmerso en esa soledad que uno solo encuentra en la gran ciudad.

No es que no hubiera gente, dirá luego a sus padres con otras palabras, pero solo un niño del cole se habrá atrevido a acercarse, curioso, y con la boca haciendo una o. Será en unos minutos, cuando Juan intente hacer rodar la peonza sin cuerda y una mujer que él no conoce, pero que imagina que es la mamá de este chavalillo, haya gritado a su hijo que tienen que ir a algún sitio, y que se dé prisa, y que se deje de cosas raras.

Agotará Juan toda la magia de esa caja a medida que perciba que los objetos no están hechos para él, y dejará caer las canicas, las chapas y una lata de Coca-Cola abollada por las patadas y las tardes de escondite. Tratará, tímido, de llamar la atención a jóvenes y adultos que pululan por ahí, y todo lo que obtendrá Juan será una pizca de melancolía de un chaval con barba, y ojeras, y nariz picuda que le enseñará cómo va eso de los tazos.

Poco a poco, el brillo de los ojos en las ventanas se apagará (aunque de esto el crío no se dé cuenta jamás), y, en aquellos tristes bloques de infancias en soledad, se cerrarán las cortinas tan rápido como las madres alejarán de Juan a sus hijos en la calle; y Juan, quien pensaba que algo raro les pasaba a los demás, se dará cuenta de que su abuelo le ha obsequiado con un regalo envenenado.

Saldrá su madre de la portería con los ojos llenos de angustias, la melena negra, mojada y revuelta, y las zapatillas rosas de estar por casa. Cruzará la calle sin mirar, muy lejos del paso de cebra, gritará al conductor de un coche rojo y agarrará a Juan por el brazo.

—¿Qué haces aquí, hijo? ¡¿Y si te pasa algo?!

Juan dejará la mirada perdida frente a todos esos objetos, que ahora ya sabe que no son juguetes, y, mientras los abandona en medio del gris de la plaza, responderá, bobo:

—¿Te imaginas?

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